A las 2:30 en punto de la madrugada me despertó el quejido suave de la puerta y entendí que se había vuelto a ir. Mi mujer Tamara estaba a mi lado hacía apenas un minuto. Sentía el calor de su espalda y ahora la sábana estaba fría. Me quedé tumbado en la oscuridad, escuchando como sus pasos se apagaban en el pasillo y el corazón me latía como si no fuera un hombre de 63 años, sino un chamaco espiando algo prohibido.

A las 2:30 en punto de la madrugada me despertó el quejido suave de la puerta y entendí que se había vuelto a ir. Mi mujer Tamara estaba a mi lado hacía apenas un minuto. Sentía el calor de su espalda y ahora la sábana estaba fría. Me quedé tumbado en la oscuridad, escuchando como sus pasos se apagaban en el pasillo y el corazón me latía como si no fuera un hombre de 63 años, sino un chamaco espiando algo prohibido.

Hay una sensación rara cuando el suelo no desaparece bajo tus pies de golpe, sino poco a poco, centímetro a centímetro, y tú sigues de pie balanceándote y pensando, ¿será que me lo estoy imaginando? Pero no, no me lo imaginaba. Aquella era ya la quinta noche seguida. Me llamo Víctor Manuel Herrera, tengo 63 años, fui ingeniero civil, trabajé toda la vida en obras grandes.

Llevo 4 años jubilado y quiero contar una historia que dio la vuelta a todo en lo que creí medio siglo. La historia de cómo empecé a espiar a mi propia esposa, convencido de que la iba a pillar engañándome con mi yer yerno, y acabé encontrando algo mucho más terrible. Tamara yo, llevamos 38 años juntos. 38, entiendan, casi toda mi vida consciente.

Nos conocimos en la obra de una hidroeléctrica en el norte del país. Yo era entonces un joven especialista recién salido de la universidad y ella trabajaba en el departamento de proyectos. Era hermosa, caray, con unos ojos listos y una trenza que le llegaba a la cintura. Me enamoré de inmediato como un idiota. Nos casamos rápido. A los 6 meses nació nuestra primera hija Elena y luego la segunda Catalina.

Yo me partía el lomo en obras por todo el país, arrastrando a la familia de ciudad en ciudad. Y Tamara nunca se quejaba. Era mi apoyo, mi retaguardia. Pensaba que éramos como dos árboles cuyas raíces se han entrelazado y ya no se pueden separar. Y entonces empezó todo esto. Cinco noches antes de aquella me desperté por casualidad. A mi edad la vejiga ya no deja dormir del tirón.

Me levanté al baño, volví a la cama y me di cuenta de que Tamara no estaba. Al principio pensé que habría ido a la cocina a beber agua, pero pasaron 20 minutos y no regresaba. Salí al pasillo de nuestro piso de tres habitaciones, descalzo sobre el linóleo frío. En la cocina, oscuridad, en el baño, lo mismo.

Entonces oí voces en la habitación del fondo, donde vive nuestro yerno Diego. Voces suaves, apagadas, pero claramente eran dos personas hablando. Diego es el marido de nuestra hija menor, Cata. Tiene 44 años. Es programador, trabaja desde casa, buen chico en general, aunque yo nunca terminé de entenderlo del todo.

Muy callado, reservado, siempre pegado a su computadora. Se casó con Cata hace 3 años y hace uno se mudaron con nosotros. Alquilar un departamento está carísimo y una de las habitaciones nos quedaba vacía desde que Elena se casó y se fue a vivir a otro barrio con su marido. Yo no me opuse. Seguía siendo familia. Pero aquella noche, de pie en la oscuridad del pasillo, escuchando esas voces, sentí algo frío y pegajoso en el pecho. Mi esposa y mi yerno.

De noche, tras una puerta cerrada, me acerqué despacio, pegué la oreja. No alcanzaba a entender las palabras, pero el tono era bajo, casi íntimo. La voz de Tamara sonaba calmada, casi tierna, y Diego murmuraba algo en respuesta. Luego, silencio. Me quedé allí de pie 10 minutos, quizá más.

Se me entumecieron las piernas, me empezó a doler la espalda. Al final la puerta se abrió y apenas me dio tiempo de salir corriendo a nuestra habitación. Tamara volvió y al cabo de un par de minutos se acostó a mi lado como si nada hubiera pasado. Por la mañana no dije nada.

Pensé que tal vez Diego tenía algún problema, que Tamara como suegra lo consolaba, lo orientaba, quién sabe. Pero la segunda noche ocurrió lo mismo. Y la tercera y la cuarta. Cada vez más o menos a las 2:30 ella se levantaba, se iba con él. se quedaba allí 20 minutos, a veces media hora, y luego volvía. Y al amanecer actuaba como si todo fuera normal.

Me preparaba la avena, sonreía, me preguntaba cómo había dormido. Yo la miraba y sentía que algo se me encogía por dentro. Para la quinta noche ya no podía dormir. Me quedé despierto, mirando al techo, esperando. De nuevo el crujido de la puerta, sus pasos, el cierre suave en el pasillo. Me levanté. Fui de nuevo hasta la puerta de la habitación de Diego. Esta vez alcancé a oír un poco mejor.