A las 2:30 en punto de la madrugada me despertó el quejido suave de la puerta y entendí que se había vuelto a ir. Mi mujer Tamara estaba a mi lado hacía apenas un minuto. Sentía el calor de su espalda y ahora la sábana estaba fría. Me quedé tumbado en la oscuridad, escuchando como sus pasos se apagaban en el pasillo y el corazón me latía como si no fuera un hombre de 63 años, sino un chamaco espiando algo prohibido.

Tamara decía algo como que todo iba a estar bien, que no se preocupara. Lo de él no lo entendí bien, pero la voz le temblaba. Estaba llorando. Yo estaba ahí plantado, sintiéndome un imbécil mientras los pensamientos zumbaban en mi cabeza. ¿Qué hay entre ellos? Es posible que mi mujer, madre de dos hijas, abuela de dos nietos, me esté engañando con nuestro yerno bajo mi propio techo.

Sonaba a locura, pero qué otra cosa podía pensar. Kata llevaba días fuera en viaje de trabajo. Es gerente en una empresa, siempre está de un lado para otro. Se había ido hacía 10 días y volvería en una semana. Es decir, Diego estaba solo y Tamara iba cada noche a su cuarto. Casualidad. Intenté convencerme de que sí, pero las dudas me roían como ratas.

A la mañana siguiente, cuando Tamara se fue al mercado, entré al cuarto de Diego. Estaba frente a la laptop con audífonos tecleando. Se giró, me vio, se quitó los audífonos. ¿Necesita algo, don Víctor? me preguntó con educación, pero tenso. Lo miré. Un tipo normal, flaco, con gafas, la cara pálida, sin afeitar, con gesto cansado, nada especial, pero yo sentí cómo me subía la rabia.

¿Todo bien contigo?, pregunté lo más calmado que pude. Te noto raro últimamente. Dio un respingo y desvió la mirada. Sí, todo bien. Solo tengo mucho trabajo, estoy cansado. ¿Y duermes bien? Duermo. ¿Por qué? Me miraba con recoo y me pareció que sabía que yo sospechaba algo. O quizás solo era idea mía.

No quise insistir, asentí y salí. Pero la decisión ya estaba tomada. Tenía que saber la verdad, costara lo que costara. Ese mismo día fui a una tienda de electrónica en una avenida del centro y compré una cámara pequeña de vigilancia. El vendedor, un chavo con un piercing en la nariz, me explicó cómo conectarla al celular, cómo grabar.

No era barata, unos $100, casi la mitad de mi pensión mensual, pero me daba igual. Tenía que ver con mis propios ojos qué pasaba entre mi mujer y mi yerno por las noches en mi casa. Esa misma tarde la instalé. Tamara se había ido al cumpleaños de una amiga. Diego estaba en su cuarto como siempre. Tenía unas dos horas.

En el pasillo, frente a la puerta de Diego, colgaba un estante viejo con unas figuritas llenas de polvo que Tamara coleccionaba de joven. Bailarinas de porcelana, unos ciervos. Moví todo hasta dejar un espacio donde la cámara quedara escondida detrás de uno de los siervos. Orienté el objetivo hacia la puerta. Era una cajita negra del tamaño de una caja de cerillos.

Nadie la notaría si no sabía dónde mirar. La conecté al teléfono como me había enseñado el vendedor. La aplicación mostró la imagen del pasillo, la puerta, un trozo de pared. La calidad era buena, incluso con poca luz. Activé la grabación por movimiento. La trampa estaba lista. Guardé el celular en el bolsillo y noté que me temblaban las manos.

Me daba asco de mí mismo. A mis 63 años me había convertido en un paranoico que espía a su esposa. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Preguntarle de frente. Me mentiría. Lo veía en su cara. Ocultaba algo. Tenía que saber qué. Aquella noche tampoco dormí. Me quedé mirando a Tamara.

Dormía tranquila, respirando parejo, el rostro relajado, las arrugas alizadas. Mií. Recordé cuando viajábamos en tren hacia aquella hidroeléctrica en el lejano 87. Ella iba junto a la ventana mirando los bosques, tarareando bajito. Yo la miraba y pensaba, “Esta es mi destino. Voy a querer a esta mujer hasta el final de mi vida.” y la quise. 38 años la quise. Y ahora yacía a su lado sospechando de algo que me daba miedo incluso nombrar.

A eso de las 2:30 se movió. Cerré los ojos fingiendo que dormía. Sentí cómo se incorporaba con cuidado. Se ponía la bata, sus pasos hasta la puerta, el crujido suave. Se fue. Saqué el celular de debajo de la almohada. Abrí la aplicación. En la pantalla, el pasillo vacío. Por unos segundos no pasó nada. Luego Tamara entró en cuadro con su vieja bata azul descalza, se acercó a la puerta de Diego y llamó despacio. Él abrió casi enseguida.

Estaba en camiseta y pantalones de chándal. De espaldas a la cámara, la cara no se veía bien. Se dijeron algo en voz baja. Él se hizo a un lado. Ella entró. La puerta se cerró. Yo miraba esa puerta cerrada en la pantalla y sentía como el frío me invadía por dentro. Allí estaba la prueba. Mi mujer entraba en el cuarto de mi yerno en medio de la noche cuando todos duermen y la hija no está en casa.

¿Qué hacían allí? ¿De qué hablaban? Intenté imaginar una explicación inocente, pero nada tenía sentido. A las 3 de la madrugada no se comentan recetas de sopa. Pasaron 20 minutos, luego 30. Miraba el reloj en la esquina de la pantalla y cada minuto se me hacía una hora. Por fin la puerta se abrió.

Tamara salió. Esta vez pude verla mejor la cara. Cansada, pero extrañamente serena. Se ajustó la bata, cruzó el pasillo de regreso. La cámara captó su espalda y luego desapareció del encuadre. Un minuto después se acostó a mi lado como si nada. Me quedé despierto hasta el amanecer, mirando el techo, escuchando su respiración y pensando, “¿Qué hago ahora? Armo un escándalo, los hecho a los dos, me divorcio, tengo 63 años, empezar la vida de cero a estas alturas y además no estaré entendiendo mal las cosas. Y si Diego tiene problemas psicológicos y Tamara de verdad lo está ayudando.” Pero entonces, ¿por qué tanto

secreto? ¿Por qué a escondidas? ¿Por qué ni una palabra para mí? En el desayuno los observaba a los dos. Tamara freía huevos tarareando como siempre. Diego salió a la cocina despeinado con la misma camiseta de la noche, se sirvió un café y me saludó. Buenos días, don Víctor. Buenos gruñí. Se sentó a la mesa, clavó la vista en el teléfono. Tamara puso un plato delante de mí y sonríó.

come mientras está caliente. Yo miraba los huevos y sabía que no me iban a pasar por la garganta, pero tomé el tenedor y empecé a comer en silencio. Tamara cruzó una mirada rapidita con Diego apenas un instante, pero la vi. Había algo entre ellos, una complicidad, una conexión secreta de la que yo estaba excluido. Tamy, dije dejando el tenedor. Ayer me llamó Kata, preguntó por Diego. Mentí.