A las 2:30 en punto de la madrugada me despertó el quejido suave de la puerta y entendí que se había vuelto a ir. Mi mujer Tamara estaba a mi lado hacía apenas un minuto. Sentía el calor de su espalda y ahora la sábana estaba fría. Me quedé tumbado en la oscuridad, escuchando como sus pasos se apagaban en el pasillo y el corazón me latía como si no fuera un hombre de 63 años, sino un chamaco espiando algo prohibido.

Kata no había llamado, pero necesitaba comprobar algo. Tamara se tensó. Le vi un temblor en la comisura de los labios. Sí. ¿Y qué le dijiste? que todo estaba bien. Todo está bien, Diego. Él levantó la vista del teléfono, la cara pálida, ojeras marcadas. Sí, todo bien. Duermes bien. Hubo una pausa. Tragó saliva.

A veces me desvelo un poco. Pues acuéstate más temprano, dije seco. ¿Para qué andar dando vueltas en la noche? Tamara intervino enseguida. Víctor, no lo agobies. Tiene entregas. El proyecto está al límite, ¿verdad, Diego? Sí, asintió él con alivio. Los miré y lo entendí claro. Estaban de acuerdo.

Los dos ocultaban algo y no era mucho trabajo, era otra cosa. Ese día revisé la grabación una y otra vez. No había más que el pasillo y la puerta. Necesitaba más información. Pensé en poner una cámara dentro del cuarto, pero eso ya me pareció excesivo. Además, ¿cómo hacerlo si Diego casi no sale de ahí? trabaja desde casa, está siempre encerrado. Así que decidí otra cosa.

La próxima noche, cuando Tamara estuviera con él, me acercaría a la puerta a escuchar. Tal vez conseguiría entender de qué hablaban. Arriesgado, sí, podían pillarme, pero ya estaba dispuesto a todo. Llegó la sexta noche. Yo estaba tenso como un cable. Tamara se durmió pronto.

Debía de estar cansada porque había pasado el día de pie entre la casa y el mercado. Yo me quedé contando los minutos. A eso de las 2:25 se movió, se levantó, se puso la bata y salió. Esperé un minuto y luego salí también. Descalzo en silencio. Crucé el pasillo. La puerta del cuarto de Diego estaba entornada. Tamara no la había cerrado bien. De dentro salía la luz tenue de una lámpara.

Me pegué a la pared junto al marco. Contuve el aliento y escuché la voz de Diego. Hablaba bajo, pero claro. No puedo seguir así, señora Tamara. Esto me está matando. Sh, despacio. La voz de Tamara era suave, tranquilizadora. Te entiendo, pero hay que aguantar. Cuánto más. Ya pasó un año y nada cambia. va a cambiar, te lo prometo. Solo hace falta tiempo.

¿Y si Kata se entera? ¿Y si se entera, don Víctor? ¿Qué va a pasar? Hubo un silencio. Yo estaba clavado a la pared. El corazón me golpeaba tan fuerte que pensé que lo oirían. Víctor no lo sabrá, dijo Tamara con firmeza. Yo me encargaré. Y Kata, a Kata, aún es pronto para decirle, pero si esto le afecta más que a nadie. Justamente por eso aún no está preparada. Créeme, silencio.

Luego Diego soyozó. Sí, soylozó como un niño. Perdóneme, murmuró. Perdóneme por todo. Ya basta, dijo Tamara más severa. Deja de castigarte. No es culpa tuya, para nada. Yo estaba allí sin entender nada. ¿De qué hablaban? ¿Qué era eso que Kata no debía saber que no era culpa de Diego? Quise entrar de golpe, agarrarlos a los dos del cuello y exigir respuestas, pero las piernas no me obedecieron.

Volví a la habitación antes que Tamara. Me tumbé, me tapé hasta la barbilla. Me temblaban las manos. En la cabeza se repetían una y otra vez las mismas frases. No es tu culpa, Cata no está lista. Víctor no debe saberlo. ¿Qué significaba esa culpa, esa verdad escondida? ¿Y qué pintaba yo, Víctor, al que de pronto le niegan el derecho a saber lo que pasa en su propia familia? Tamara regresó 10 minutos después, se acostó en silencio, se acomodó en su lado.

Yo le di la espalda, apretando los dientes hasta que me dolió la mandíbula. Quería girarme y preguntarle de frente qué ocurría. ¿Qué haces en el cuarto de Diego cada noche? ¿De qué se susurran? Pero me callé. ¿Por qué? Porque tenía miedo. Sí, miedo de oír la verdad fuera la que fuera. A la mañana siguiente estaba hecho polvo. La cabeza me zumbaba. No había podido dormir nada.

Tamara se movía por la cocina preparándome avena. Dice que a mi edad me viene bien. Normalmente refunfuño, pero me la como. Ese día me senté a la mesa y dije, “Tami, tenemos que hablar.” Se giró desde la estufa y alzó las cejas. ¿De qué? de ti y de Diego. Vi como palidecía. Apretó los labios, desvió la mirada.

¿Qué quieres decir? ¿Que cada noche vas a su cuarto? ¿Crees que no me doy cuenta? Hubo un silencio pesado. Puso la olla sobre la mesa, se sentó enfrente, me miró largo rato como estudiándome y al fin suspiró. Víctor, Diego está pasando un momento muy difícil. Necesita apoyo. ¿Qué clase de apoyo? No duerme, se tortura.

No puedo dejar a una persona en ese estado. Y yo sentí que se me quebraba la voz. Yo, tu marido, tampoco duermo. Me quedo pensando que mi mujer se mete en el cuarto de otro hombre a medianoche. Víctor, saltó ella, ¿cómo se te ocurre? Diego es el marido de nuestra hija. Es de la familia. Entonces, explícame qué le pasa.

¿Por qué a escondidas? ¿Por qué no me dices nada? Bajó la vista al mantel, empezó a juguetear con la esquina de una servilleta. Yo esperé. Por fin levantó los ojos. No puedo decírtelo, lo siento. No es mi secreto. Le di mi palabra. Ahí fue donde exploté. Golpeé la mesa con el puño con tanta fuerza que la olla dio un salto. Le diste tu palabra a él y a mí que me prometiste cuando te casaste.

Ser honesta conmigo, estar de mi lado y no del de cualquiera. Víctor, no grites. Diego va a oír. Que oiga, que salga y me lo cuente él mismo. Diego no salió. En el departamento solo se oía nuestro escándalo. Seguro estaba en su cuarto escuchando. Cobarde. Yo miraba a Tamara y ella a mí. Entre los dos se levantaba un muro.

Por primera vez en 38 años no entendía a mi mujer. Era una desconocida. Muy bien, dije al final, levantándome despacio. No quieres hablar, no hables. Ya me enteraré yo solo. Salí de la cocina, me vestí. y me fui de casa. Simplemente me fui. Cerré de un portazo, bajé en el ascensor, salí a la calle. Hacía frío. Un viento de noviembre se metía por debajo de la chamarra.

Caminé sin rumbo por nuestra calle, pasando frente a tiendas y paradas de autobús. La gente iba a lo suyo y a nadie le importaba el viejo cuya vida se estaba viniendo abajo. Andaba y pensaba revisando el pasado. Me habré perdido alguna señal, alguna pista. Diego y Cata se casaron 3 años atrás. La boda fue sencilla, unas 30 personas.

Diego me pareció un buen muchacho, educado, tranquilo, trabajador. Cata estaba radiante. Pensé, listo, la pequeña también se arregló la vida. Elena ya llevaba 5 años casada con Andrés, con dos hijos y Cata había encontrado al suyo. Después de la boda, Diego y Cata alquilaron departamento al norte de la ciudad. Todo parecía ir bien. Cata venía a vernos a veces.