contaba que a Diego le había ido bien en el trabajo, que estaban ahorrando para comprar vivienda. Yo me alegraba. Hace un año, Cata llamó, “Papá, ¿podemos irnos a vivir con ustedes un tiempo? La renta está muy cara, queremos ahorrar más rápido.” “Claro que sí”, dije. Tamara también estuvo de acuerdo. Teníamos esa habitación vacía desde que Elena se fue.
¿Para qué tenerla cerrada? Así Diego se convirtió en nuestro inquilino y familia a la vez. Los primeros meses todo fue tranquilo. Ellos hacían su vida, nosotros la nuestra. Diego trabajaba desde casa, Cata iba a la oficina. Por las noches cenábamos juntos. A veces veíamos la tele, vida de familia normal. Pero hará unos tres meses noté que Kata estaba más nerviosa.
Llegaba del trabajo y se encerraba en su cuarto. Casi no pasaba por la cocina. De vez en cuando hablaba en susurros con Tamara y cuando yo entraba se callaban. Diego también se volvió más uraño. Yo lo achacaba al cansancio, al estrés, cada quien con sus problemas. Y luego comenzaron esos viajes de trabajo, uno detrás de otro.
Antes se iba una vez cada dos meses y de pronto empezó a desaparecer una semana, volver tres días y volver a irse. Ahora llevaba 10 días fuera y precisamente en su ausencia Tamara había empezado con las visitas nocturnas al cuarto de Diego. Casualidad. Ya no creía en casualidades.
Llegué hasta una estación de metro, bajé al paso subterráneo, le compré a una viejita una empanada de repollo, me senté en una banca y empecé a masticar sin saborear. Saqué el celular, abrí la app de la cámara, vi de nuevo la grabación. Tamara llamando a la puerta, Diego abriendo, ella entrando, luego saliendo. Nada nuevo. Pero ahora sabía lo que se decían, o al menos fragmentos. No es tu culpa. Cata no está lista.
Víctor no debe saberlo. Se me encendió una idea. Y si se trata de Cata y si ella está enferma y ellos me lo ocultan. ¿Será esa la razón por la que Diego sufre y Tamara lo consuela? Pero entonces, ¿por qué no decirme nada? Yo soy su padre. Tengo derecho a saber. Y que culpa no era de Diego. ¿De qué hablaban exactamente? Llamé a Cata.
Tardó en contestar. respondió al cuarto timbrazo. “Hola, papá. ¿Pasó algo?” Su voz sonaba cansada. “Nada, solo quería escucharte. ¿Cómo vas? ¿Cuándo vuelves? Pasado mañana ya estaré en casa. Todo bien, solo estoy agotada.” Papá, ¿cómo está Diego? ¿Lo ves bien? Ahí estaba. Preguntaba por Diego. Estaba preocupada. ¿Sabía algo? Parece que bien.
¿Por qué? ¿Debería estar mal? Hubo una pausa. No, no, solo que en los últimos meses lo noto distante, como metido en sí mismo. Me preocupo. Ya sabes, Cata, entre ustedes está todo bien. Dímelo con la verdad. Sí, papá, todo está bien. Solo tenemos mucho trabajo y llegamos reventados. Nada grave. Mentía. Lo noté en la voz.
Mi hija, la niña que yo había criado, a la que enseñé a caminar, a la que llevaba a la escuela, me estaba mintiendo. Igual que Tamara, igual que Diego. Bueno, dije, vuelve pronto, te extrañamos. Te quiero, papá. Dale saludos a mamá y a Diego. Colgó. Me quedé mirando la pantalla. Dale saludos a Diego.
Ella se preocupaba por él, pero no me decía por qué. Volví a casa al mediodía. Tamara me recibió en la puerta con cara de culpa. Víctor, perdóname. No quería hacerte daño. Está bien, gruñí. Olvidemos el asunto. Pero no lo olvidé ni pensaba hacerlo. Solo decidí cambiar de táctica. Si no querían hablar, yo observaría, escucharía, investigaría hasta desenterrar la verdad, por dura que fuera.
Los dos días siguientes viví como en un sueño. Fingía normalidad. Desayunaba con Tamara, miraba la tele, ojeaba el periódico, pero por dentro estaba hirviendo. Esperaba la noche. Cada noche revisaba lo que grababa la cámara, escuchaba sus conversaciones tras la puerta y cada vez entendía menos. Diego repetía, “No puedo seguir viviendo así. Esto me destroza.
” Y Tamara le decía, “Aguanta, todo se va a arreglar, yo te ayudaré.” Él preguntaba, “¿Qué pasaría si la verdad salía a la luz?” Y Tamara respondía, “No saldrá. Víctor no sabe nada y no debe saberlo. Ese no debe saberlo era lo que más me dolía.
¿Por qué yo no tenía derecho a saber lo que estaba pasando en mi propia casa? La tercera noche de esa vigilancia ya no aguanté. Cuando Tamara salió del cuarto de Diego y volvió a acostarse, me quedé pensando en mi vida. Recordé cómo la conocí en aquella obra de la hidroeléctrica, cómo soñábamos con el futuro. Yo era un ingeniero joven, ambicioso, con ganas de hacer carrera. Trabajaba 12 horas diarias en la obra y luego corría al alojamiento donde vivían los del departamento de proyectos para verla.
Nos sentábamos en la escalera, nos besábamos hasta el amanecer, hacíamos planes. Ella quería hijos, un hogar, una familia. Yo quería grandes proyectos, dejar mi nombre en la historia de la construcción, pero por ella elegí la familia. Cuando Elena tenía 2 años, nos trasladamos a la capital. Entré a trabajar en la empresa del metro. Me mataba a jornadas dobles.
Kata nació ahí en un hospital público. Tamara dejó el trabajo para cuidar a las niñas. No alcanzaba el dinero. Yo buscaba extras. Cargaba sacos de cemento en obras privadas. Por las noches, se me pelaron las manos. La espalda me dolía tanto que a veces no podía enderezarme, pero aguanté porque era mi familia, mis niñas, mi tamara.
Y luego ocurrió aquello de lo que he intentado no acordarme durante años. Fue hace 28 años cuando Cata tenía tres. Trabajaba en la construcción de un complejo de viviendas en la periferia. El encargado de obra era un hombre llamado Nicolás Serrano. Buen tipo, honesto. Tenía un hijo, Dieguito, de unos 16 años.
A veces el chico venía a la obra a ayudarle con papeles, a llevar planos. flaco, con gafas, callado. Y un día hubo un accidente. Se vino abajo un andamio metálico en el tercer piso. Yo era el responsable de seguridad en ese sector. Por reglamento tenía que revisar cada sujeción, cada tornillo, pero no lo hice. ¿Entienden? Tenía prisa.
Estaba atascado con informes y tenía que entregarlos ese mismo día. Firmé el acta sin mirar y el andamio se desplomó. Debajo quedaron atrapados dos obreros y el propio Nicolás Serrano. Los obreros salieron con fracturas. Nicolás quedó aplastado por una placa de hormigón. Murió en el acto. Tenía 42 años. Dejaba viuda y a su hijo Diego. Hubo investigación.
Me tocaba a mí responder. Aquello podía terminar en juicio por negligencia y muerte de un hombre. Pero el director de la obra, Valentín Arce, amañó todo. No tenía por qué hacerlo. Pero un año antes yo le había tapado una estafa con proveedores y me devolvió el favor. Falsificaron documentos, echaron la culpa a un capataz que entonces ya estaba despedido y se había ido a otra ciudad.
Lo condenaron en ausencia, le dieron una pena condicional y yo salí limpio, oficialmente limpio, pero yo sabía que el culpable era yo. Mi firma estaba en aquel acta. Fui al entierro, me quedé atrás mirando el féretro, a la viuda llorando, al hijo Diego con los ojos rojos. Quise acercarme y decir perdón, asumirlo todo, pero fui un cobarde. No dije nada.
Volví a casa, abracé a Tamara y me repetí. No volver a pensar en esto, olvidar, seguir viviendo. Y viví 28 años con ese peso a cuestas. Tamara no lo sabía, nadie lo sabía, solo Valentinarce, que murió de un infarto hace 10 años. La culpa parecía haberse ido a la tumba con él. Yo creí que para siempre.
Pero aquella noche, tumbado junto a Tamara, escuchando su respiración, pensé, “¿Y si esa vieja historia tiene algo que ver con lo que pasa ahora?” Me dije que era una locura. ¿Cómo iba a estar relacionado? Serrano. Nicolás Serrano, su hijo Diego. Diego. Me incorporé de golpe. El corazón se me disparó. Diego Serrano. No, mi yerno se apellida a Ramírez. Me acordaba bien.