Cuando Cata nos lo presentó, dijo, “Este es Diego Ramírez, mi novio. Ramírez, no serrano. Aún así, me levanté, salí al pasillo, fui a la cocina y saqué de un armario la caja vieja con documentos de la familia. Allí guardábamos las actas de nacimiento de las niñas, nuestras cosas, papeles y la copia del acta de matrimonio de Cata y Diego.
La encontré, la desplegé bajo la luz, Catalina Herrera y Diego Nicolás Serrano Ramírez. Diego Nicolás Serrano como primer apellido. Se me aflojaron las manos. Me senté en el banquito con la vista clavada en el papel serrano, el mismo apellido del encargado muerto. Pude pensar que era casualidad, que hay mucho serrano y muchos Diego en este país, pero la duda se me incrustó como una espina. Volví a la cama, cerré los ojos, pero no dormí.
Pensaba, si es él, si Diego Ramírez es ese Diego Serrano, el hijo de Nicolás, entonces, ¿qué? se casó con Cata a propósito para vengarse. ¿Cómo se enteró de que yo era el responsable? Yo nunca se lo conté a nadie. Y Tamara, ella lo sabe, lo ayuda. Por eso le dice que no es culpa suya, porque es mía, porque por mi culpa murió su padre.
Seguramente ha venido a saldar cuentas. Me dije que era paranoia de viejo trasnochado, que estaba perdiendo la cabeza, pero tenía que comprobarlo. A la mañana siguiente esperé a que Tamara se fuera a la consulta del médico y fui a tocar la puerta de Diego. Abrió, me miró sorprendido. Diego, ¿puedo pasar? Claro, don Víctor.
La habitación era normal. Cama, escritorio con la laptop, un armario. En la pared había varias fotos. Diego y Cata en la boda, en la playa, en distintos sitios. Me acerqué a mirarlas. En una de ellas, Diego abrazaba a una señora mayor. ¿Es su mamá?, pregunté. “Sí”, contestó bajito. “Murió hace dos años.” “Lo siento.” ¿Y su papá? Hubo una pausa muy larga. Me giré.
Diego estaba pálido con los puños cerrados. Mi padre murió hace mucho, cuando yo tenía 16. En un accidente en una obra, el mundo se detuvo. Lo miré y vi al dieguito de 16 años que estaba junto al féretro de su padre 28 años atrás. Los mismos ojos, los mismos rasgos, solo que ahora era un hombre adulto. Serrano, susurré. Tú eres Diego Serrano no respondió.
Solo me clavó la mirada y en esos ojos vi lo que llevaba buscando en la oscuridad de las noches, dolor, odio y miedo. Diego estaba en medio del cuarto temblando. Intentó hablar, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Por fin preguntó, “¿Cómo lo supo?” “Por tus apellidos”, contesté, “Por el de tu padre, por tu edad y por tus ojos, iguales a los de él. se volvió hacia la ventana de espaldas a mí con los hombros rígidos. Esperé.
El silencio se hizo eterno. Luego habló sin girarse. Después de que murió, mi madre retomó su apellido de soltera. Dijo que así sería más fácil empezar de cero. Yo legalmente seguí siendo Serrano Ramírez, pero empecé a usar solo Ramírez. No pude cambiar el apellido de mi padre, pero sí el que mostraba.
¿Tú sabías quién era yo cuando conociste a Cata? Guardó silencio un segundo. No, la conocí por casualidad en una cafetería hace 3 años y medio. Empezamos a hablar, me cayó bien, me gustó. Ni siquiera supe su apellido. Al principio, cuando lo supe, cuando me dijo que su padre era Víctor Manuel Herrera, ingeniero civil retirado, se interrumpió. Me acerqué. ¿Qué sentiste? Se giró.
Tenía el rostro cubierto de lágrimas. Quise salir corriendo, desaparecer, no volver a verla, pero no pude. Ya la amaba. Me enamoré de la hija del hombre que mató a mi padre. Aquellas palabras me golpearon como un puñetazo en el estómago. Mató. Él dijo, “Mató.” Yo no lo maté. Murmuré. Fue un accidente. Accidente, se rió amargamente.
Usted no revisó los anclajes. Firmó un acta sin mirar. Mi padre murió porque usted estaba demasiado ocupado para hacer su trabajo. Y luego tapó todo. Culparon a otro y usted siguió con su vida. 28 años. Tranquilo. ¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo contó? Mi madre. El investigador que llevó el caso le dijo en confianza quién era el verdadero responsable, pero el caso se cerró por influencias.
Mi madre quiso luchar, buscar justicia, pero no tenía dinero, ni contactos, ni fuerzas. Solo se fue apagando poco a poco. Yo crecí viendo cómo lloraba cada noche, cómo trabajaba en tres empleos para mantenerme. Lo odiaba. Lo odiaba sin ver su cara, solo un nombre. Víctor Herrera y me juré que algún día lo encontraría y me vengaría.
Yo escuchaba cada palabra como si me clavaran un cuchillo. Siempre supe que era culpable, pero oírlo de labios del hijo del hombre que murió por mi culpa era insoportable. Y luego conocí a Cata. Siguió Diego ya más tranquilo y todo cambió. No pude hacerle daño. Ella no tiene culpa. Es la luz de mi vida. Intenté olvidar, perdonar.
Me casé con ella pensando que podría seguir adelante, cerrar el pasado, pero no pude. ¿Por qué? Porque cada vez que lo miro, lo único que veo es el ataúdre. Me siento a nuestra mesa con el hombre que destrozó mi familia y hago como si no pasara nada. Me rompe por dentro, no duermo, me vuelvo loco. Fue entonces cuando Tamara se dio cuenta.
Tamara lo sabe. Sí. Hace dos meses me derrumbé. Entró a mi cuarto y me encontró llorando. Insistió y se lo conté todo. No quería, pero ya no aguantaba. me escuchó y dijo que no era culpa mía, que el responsable había sido usted, pero que habían pasado tantos años que la venganza no iba a cambiar nada. Empezó a ayudarme. Viene cuando me pongo peor.
Hablamos, me calma. Así que eso era. Tamara lo sabía. Sabía que mi yerno era el hijo de Nicolás Serrano, a quien yo había condenado, y lo consolaba, lo sostenía, me ocultaba la verdad. No sabía qué sentir. Ira, dolor, alivio. Y Cata, ella sabe algo. No, negó con la cabeza.
Tamara dice que sería devastador, que la destruiría saber que su padre es culpable de la muerte de mi padre, que viviría dividida entre nosotros dos. Cree que es mejor callar. Y tú, tú quieres vengarte. me sostuvo la mirada largamente. Al final dijo muy despacio, “No lo sé. Hay una parte de mí que quiere verlo sufrir como sufrí yo, como sufrió mi madre.
Pero otra parte, otra parte ama a Cata, ama a Tamara, que se ha vuelto como una madre para mí. No quiero destruir esto, pero tampoco puedo perdonarlo. Estoy atrapado entre el odio y el amor, y eso me está matando. Me senté en la orilla de su cama. Las piernas no me sostenían. Toda aquella maraña de secretos, las noches de espía celoso, todo resultó ser verdad, pero no la verdad que yo imaginaba. Mi mujer no me engañaba. Me estaba protegiendo.
Protegía a nuestra familia de una verdad que podía destrozarla. ¿Y ahora qué? Pregunté ronco. No sé. Encogió los hombros. Tamara dice que con el tiempo me dolerá menos que aprenderé a vivir con ello. Pero por ahora, por ahora es muy duro. Lo miré a ese hombre joven al que había hecho huérfano sin querer. Le había robado el padre, la infancia, el futuro.
Y aún así se había casado con mi hija, tragando todo, viviendo junto a mí. era mucho más fuerte que yo. Perdóname, dije. Perdóname, Diego. Yo soy el culpable. Fui un cobarde entonces y lo sigo siendo. No merezco tu perdón, pero te lo pido. No contestó. Solo me miraba sin odio ni perdón, solo con cansancio.
En ese momento se oyó la puerta de entrada, la voz de Tamara desde el pasillo. Víctor, ya llegaste. Vengo de la clínica. Diego y yo nos miramos. Él se secó la cara con la manga, se irguió. Vaya, yo salgo en un minuto. Salí de su cuarto, cerré la puerta. Tamara estaba quitándose la chamarra. Sonrió al verme. Estás pálido, te sientes mal.