No la tocó. No le habló como si estuviera rota. Simplemente se quedó allí sentado, dándole a la habitación la calidez silenciosa que le faltaba. Marcus lo observaba, indeciso entre sentir esperanza o miedo.
"Dile la verdad", dijo Aiden en voz baja.
Marcus tragó saliva. Le temblaban las manos. No había hablado abiertamente de la madre de Layla desde el funeral. Cada recuerdo le dolía como un cristal roto.
Se sentó junto a su hija y respiró hondo.
—Layla... yo también te extraño —susurró. Se le quebró la voz al instante. Las lágrimas caían más rápido de lo que podía ocultar—. Pensé que si no hablaba de ello, dejaría de dolerme. Pero no sirvió de nada. Simplemente aprendí a fingir mejor.
Aiden asintió. —Necesita escucharte sin fingir —continuó
Marcus.
Habló de las mañanas en que la madre de Layla bailaba descalza en la cocina. De cómo la levantaba y la hacía girar hasta que ambas reían. Habló de la noche del accidente, de cómo se culpaba por no haber conducido para ella. De cómo sentía que las había decepcionado a ambas.
Las palabras salieron de su boca: crudas, desprevenidas, caóticas.
Y cuando Marcus empezó a llorar, algo en la habitación cambió. No era magia. Era solo el aire real, humano, que por fin volvía a fluir.
La enfermera vino a revisar los monitores. Sus ojos se abrieron ligeramente. La actividad cerebral de Layla aumentó, no drásticamente, pero sí de forma constante. Algo estaba sucediendo.
La voz de Aiden era tranquila. "Puede oír el mundo de nuevo".
Marcus se secó la cara. "¿Cómo te ayudó alguien?"
Aiden se recostó, con la mirada perdida. "Había un consejero en el refugio. Nunca me preguntó qué había pasado. Nunca me hizo hablar. Simplemente se sentaba a mi lado, todos los días, en silencio. Y un día hablé primero".
Marcus asintió lentamente.
Esa noche, Marcus y Aiden se quedaron juntos, hablando con Layla, contándole historias, compartiendo momentos juntos: los buenos, los tristes, los verdaderos. Las hermanas que pasaban se detenían y los miraban con sorpresa. Donde antes solo había espera, ahora había calidez.
Al amanecer, los dedos de Layla se movieron.
Fue solo un pequeño movimiento.
Pero era suyo.