Cada noche ella le daba su cuerpo al ranchero solitario… hasta que un día

Cada noche ella le daba su cuerpo al ranchero solitario… hasta que un día

Cada noche, cuando el viento del desiertoaba como lobo herido contra las vigas de la choa, ella cruzaba el corral con el reboso apretado al pecho y el corazón latiéndole como tambor de guerra. El rancho de don Elías quedaba al borde del mundo, donde la tierra se partía en grietas y los coyotes cantaban a la luna.

Nadie sabía su nombre verdadero. La llamaban la niña del río Seco, porque había llegado flotando en una canoa rota con el vestido empapado y los ojos más verdes que el mezcal viejo. Don Elías, viudo desde que la fiebre se llevó a su mujer y a sus dos hijos, la recogió como quien recoge un cuchillo perdido, con miedo y con ganas.

La primera noche ella temblaba bajo la manta de lana cruda. Él no dijo nada, solo dejó caer el sombrero sobre la mesa y se arrodilló junto al catre. Sus manos callosas, marcadas por años del azar toros y clavar estacas, recorrieron la piel de la muchacha como si buscaran un mapa.

Ella cerró los ojos y dejó que el calor del hombre la envolviera, porque el frío de la sierra era peor que cualquier vergüenza. Cuando él la tomó, fue con la urgencia de quien lleva años sin beber agua. Ella no gritó, solo clavó las uñas en la espalda de él hasta sacar sangre. Y así sellaron el pacto sin palabras, cada noche su cuerpo a cambio de un techo y un plato de frijoles.

Los días eran largos y polvurientos. Ella ordeñaba las cabras, molía el maíz, lavaba la ropa en el pilón hasta que las manos le sangraban. Don Elías salía al alba con el rifle al hombro y regresaba a lo caso con el polvo pegado a la barba. Nunca hablaban de amor, hablaban de la sequía, de los precios del ganado, de los bandidos que rondaban la frontera.

Pero cuando la lámpara de cebo se apagaba, él la buscaba en la oscuridad con la misma hambre de siempre. Ella aprendió a anticiparse. Sabía cuando él llegaba borracho de la cantina de San Isidro, cuando traía el olor a pólvora de haber matado una víbora, cuando sus manos temblaban porque había soñado con sus hijos muertos.

Una noche de luna llena, él llegó más temprano. Traía una botella de mezcal a medio terminal y una sonrisa que no le cabía en la cara. “Mañana viene el comprador de Sonora”, dijo sentándose en la banca. “Traerá oro por los novillos”. Seremos ricos, muchacha. Ella sintió mientras servía el café, pero notó algo raro. El hombre no la miraba a los ojos.

Sus dedos tamborileaban sobre la mesa como si contaran los segundos para algo. Esa noche, cuando él la tomó, fue diferente, más lento, más cuidadoso, como quien acaricia un caballo antes de venderlo. Ella sintió un escalofrío que no era de frío. Los días siguientes fueron extraños. Don Elías compró telas nuevas en el pueblo, un vestido rojo con encaje que ella nunca se atrevió a ponerse.

Mandó arreglar el corral, pintó la puerta de la choa hasta compró un espejo de mano que colocó sobre la cómoda. “Para que te veas bonita”, dijo. Pero cuando ella se miraba en el cristal, solo veía los ojos hundidos y las ojeras que no se iban con agua de rosas. El rancho olía a pintura fresca y a promesas que no entendía.

Una tarde, mientras fregaba el piso, encontró una carta arrugada debajo del catre. La letra era fina de mujer educada. Querido Elías, el niño ya camina. Te esperamos en Chihuahua con los brazos abiertos. No demores más. El papel tembló en sus manos. El niño Elías nunca hablaba de otro hijo.