Cada noche ella le daba su cuerpo al ranchero solitario… hasta que un día

Esa noche, cuando él llegó, ella lo esperaba con el reboso puesto y el morral al hombro. ¿Te vas?, preguntó él, dejando caer el rifle. No soy tu mujer, respondió ella, la voz firme por primera vez. Soy tu deuda. Él se acercó, las botas crujiendo sobre el piso de Adobe. Tú sabías el arreglo desde el principio. Cuerpo por techo.

Pero no sabías que tenías otro techo esperándote en Chihuahua con una mujer de verdad y un hijo de verdad. El rostro del hombre se endureció. Esa carta no es lo que piensas. No pienso. Sé. Ella dio un paso atrás. Mañana viene el comprador, ¿verdad? O viene tu familia. Don Elías se quedó quieto, la sombra del sombrero cubriéndole los ojos. Viene mi cuñado.

Trae el dinero por el rancho. Nos vamos los tres. Los tres. Tú, yo y el niño que viene en camino. Señaló la barriga de ella apenas abultada bajo el vestido. Llevas mi sangre, muchacha. No puedes irte. El mundo se detuvo. Ella se llevó la mano al vientre sintiendo el latido que no había querido reconocer. El niño, su niño, el niño de un hombre que la había comprado como quien compra una yegua.

Esa noche no hubo cuerpos entrelazados. Ella durmió en el corral entre las cabras con el cuchillo de cocina escondido en la bota. Al amanecer, cuando el sol apenas rozaba las montañas, oyó cascos de caballo. Tres jinetes se acercaban por el camino de polvo. El primero era un hombre gordo con chaleco de cuero, los otros dos vaqueros armados.

Don Elías salió a recibirlos con una sonrisa que no llegaba a los ojos. “Todo listo”, dijo el gordo bajando del caballo. El rancho, el ganado y la muchacha. Ella se escondió detrás del pozo, el corazón latiéndole en la garganta. Los hombres entraron a la chosa. Oyó voces, risas, el tintineo de monedas. Luego un grito. El grito de don Elías.

Salió corriendo en el centro de la chosa. El hombre estaba de rodillas con las manos atadas a la espalda. El gordo sostenía un revólver contra su 100. Te dije que no jugaras conmigo, Elías. El rancho es mío. La muchacha es mía. Y el niño, bueno, los niños siempre se pueden vender. Don Elías alzó la tres cabeza, los ojos inyectados en sangre.

Ella no va con ustedes. El gordo rió. Claro que sí. Es parte del trato. Tú firmaste. Ella dio un paso adelante, el cuchillo brillando en su mano. Nadie me vende. Los vaqueros se giraron, las manos en las pistolas, pero ella fue más rápida. El cuchillo voló por el aire y se clavó en la garganta del gordo que cayó gorgoteando sangre.

Don Elías se liberó de un tirón y agarró el rifle. Los disparos retumbaron como truenos. Cuando el humo se disipó, solo quedaban tres cuerpos en el piso y el olor a pólvora. Ella se acercó a don Elías, que jadeaba apoyado en la pared. “El niño es mío”, dijo. “El rancho es mío. Tú tú puedes irte con tu familia de Chihuahua.