Cuando se levantó la tapa del ataúd, un aire pesado y estancado con un dulce olor a descomposición mezclado con una nota metálica golpeó a todos en la cara.

Al levantarse la tapa del ataúd, el aire denso y estancado, con el dulce aroma a descomposición mezclado con un toque metálico, golpeó a todos en la cara. Los que estaban más cerca se taparon la nariz y la boca por reflejo, pero no los paralizó el olor, solo lo que vieron.

En lugar del cuerpo de la niña descansando plácidamente sobre el terciopelo burdeos, el ataúd contenía una maraña indescriptible de brazos, piernas y rostros. El cuerpo de la niña estaba allí, pero debajo —y a su alrededor— se distinguían otras siluetas, curvadas, congeladas en poses antinaturales. Su piel era de un tono ceniciento, como pegada al revestimiento del ataúd, y sus ojos —al estar abiertos— miraban al vacío, vidriosos y muertos.

–Dios…–susurró alguien mientras se despedía.

—¡¿Qué es esto?! —gritó una mujer entre la multitud antes de que su voz se apagara.

La madre de la niña no se desplomó. Sus ojos no parpadearon, sus labios se apretaron en una fina línea. Solo un ligero temblor en sus manos reveló que lo que vio la había conmocionado profundamente.

– Os lo dije… susurró, pero nadie sabía si se dirigía a los presentes o a ella misma.

Uno de los sepultureros, con las manos aún en el borde del ataúd, retrocedió vacilante.

—Eso no es posible… —dijo—. Eso no puede estar aquí… lo pusimos en… uno…

El sacerdote, que hasta entonces había permanecido en silencio, se acercó rápidamente. Se santiguó tres veces y comenzó a susurrar oraciones con voz ligeramente temblorosa. Varias ancianas con pañuelos negros retrocedieron, murmurando sobre antiguas maldiciones y almas inquietas.

“¡Enciérrenla!” gritó alguien de la familia, pero la madre levantó la mano y los detuvo.

– Todavía no. Quiero verlo… todo.

Lenta pero firmemente, tocó la mano fría de su hija. Era dura, pero no del todo. Bajó la mirada: sobre el pecho de la niña, casi invisible bajo el encaje de su vestido blanco, yacía una fina tela bordada con extraños símbolos alargados, como si estuviera grabada a fuego. Los dedos de su madre la tocaron, y en ese instante uno de los rostros cenicientos bajo su cuerpo abrió la boca y emitió un sonido gutural que ningún ser humano había emitido jamás.