– Todavía no. Quiero verlo… todo.
Lenta pero firmemente, tocó la mano fría de su hija. Era dura, pero no del todo. Bajó la mirada: sobre el pecho de la niña, casi invisible bajo el encaje de su vestido blanco, yacía una fina tela bordada con extraños símbolos alargados, como si estuviera grabada a fuego. Los dedos de su madre la tocaron, y en ese instante uno de los rostros cenicientos bajo su cuerpo abrió la boca y emitió un sonido gutural que ningún ser humano había emitido jamás.
La multitud estalló en gritos. Alguien tiró al niño al suelo, alguien tropezó al huir. Los sepultureros huyeron, dejando el ataúd en el estrado. Solo quedaron el sacerdote y la madre, como si algo invisible los sujetara.
—¿Qué has hecho, hija? —susurró la madre, y los ojos de la niña, a pesar de la lógica, se cerraron y la miraron fijamente. Una lágrima resbaló por su pálido rostro.
El sacerdote alzó la voz en oración, cada vez más fuerte, pero cada palabra resonaba en el aire como el sonido de una campana rota. Las figuras bajo el cuerpo comenzaron a moverse, doblándose y chocando contra las paredes del ataúd. El árbol se acercaba amenazadoramente.
El viento arreció de repente y las nubes se extendieron sobre el cementerio, dejando entrar un tenue rayo de luz que cayó directamente sobre el ataúd. Entonces todos vieron: los símbolos en la tela no eran bordados comunes, sino letras de una lengua antigua y olvidada, que parecían brillar suavemente como brasas bajo las cenizas.
La madre extendió la mano y rasgó la tela. En ese mismo instante, un grito desgarrador brotó del ataúd: una mezcla de cientos de voces que pareció sembrar el terror en el cementerio. Quienes aún no habían huido se arrodillaron y se taparon los oídos.
Cuando todo quedó en silencio, las cenizas desaparecieron. La niña yacía sola, pálida e inmóvil, pero con una leve sonrisa en los labios, como si se hubiera liberado de un peso.
Su madre le acarició la frente y, sin mirar a nadie, se limitó a decir:
– Ahora… puedes enterrarla.
Los sepultureros, aún temblando, se acercaron de nuevo. La ceremonia terminó en completo silencio; nadie se atrevió a hablar. Pero después de unos días, los testigos juraron que, cuando la última palada de tierra cubrió el ataúd, un largo suspiro surgió de las profundidades, como un suspiro de alivio... o un juramento susurrado desde otro mundo.
En todos los funerales en este cementerio, los ancianos advierten:
Nunca permitas que entierren un cuerpo con marcas. Y, sobre todo, nunca preguntes quiénes son quienes los tienen al otro lado de la Tierra.