Richard parecía haberse quedado sin aire. Miró las puertas doradas de su mansión, al chico que lo había arriesgado todo para detenerlo, y luego de vuelta a la casa donde Clara lo esperaba. Su vida, todo su futuro, acababa de dar un giro en cuestión de unas pocas frases.
Y una pregunta aterradora resonó en su mente: ¿Por qué mi esposa querría que muriera?
Richard hizo subir al niño al coche, ignorando las protestas de los guardias de seguridad. "¿Cómo te llamas?", preguntó mientras el coche se detenía en un discreto rincón de la urbanización.
—Ethan —respondió el chico, agarrándose el chaleco sucio—. Lo juro, señor, no quise entrar a robar. Es solo que... no podía dejarte conducir ese coche.
Richard lo observó. El chico temblaba, pero su mirada era clara e inquebrantable. «Ethan, puede que me hayas salvado la vida». Pero tienes que contármelo todo. ¿Cómo sabes que fue Clara?
Entonces respiró hondo. "Porque estaba hablando por teléfono mientras arreglaba el coche". La oí decir: "Mañana parecerá un accidente. No sabía qué hacer, pero sabía que no podía quedarme callado".
Las palabras le dieron a Richard un puñetazo en el estómago. Su esposa, su compañera, la mujer en la que más confiaba, había estado planeando su muerte. Su mente repasaba los últimos meses: la repentina presión de Clara para cambiar su testamento, sus extrañas llamadas nocturnas, cómo lo había presionado para que condujera más a menudo. No quería creerlo en ese momento. La verdad lo estaba mirando a la cara.
Pero también sabía que no podía confrontarla sin pruebas. Clara era inteligente, y si presentía que la perseguía, encontraría otra forma de atacar.
—Ethan —dijo Richard lentamente—, vienes conmigo. No estás a salvo aquí, y necesito a alguien en quien confiar.