Elenora guardó esas palabras en el alma.
Nunca más volvió a verlas.
Los años pasaron.
Su cabello se volvió blanco, las manos le dolían de artrosis, y la casa —antes llena de ruido— ahora solo tenía el sonido del reloj y del viento.
Muchas veces se preguntaba qué habría sido de aquellas niñas.
¿Habrían sobrevivido? ¿La recordarían?
El regreso
Doce años después, una tarde soleada, un SUV negro se detuvo frente a su casa.
El motor se apagó lentamente.
Las ventanas oscuras no dejaban ver quién estaba adentro.
Desde el porche, Elenora sostuvo la barandilla con fuerza.
El corazón le latía con fuerza.
La puerta del coche se abrió.
De dentro bajó una mujer alta, elegante, con un traje azul marino y una mirada segura.
Sus ojos se cruzaron con los de Elenora — y por un instante, el tiempo se detuvo.
Tuya, Lia .
Detrás de ella estaban Rosa y Clara — ahora mujeres hechas y derechas, sonrientes, con uniformes impecables.
Llevaban en las manos un sobre blanco y un pequeño manojo de llaves plateadas.
— «Usted cuidó de nosotras cuando nadie más lo hizo,» dijo Lia con la voz temblorosa.
— «Ahora nos toca a nosotras.»
Elenora se cubrió la boca, sin poder contener las lágrimas.
Lia le entregó el sobre — dentro estaba la escritura de una casa nueva, totalmente adaptada para ella.
— «Abrimos una fundación, doña Elenora,» explicó Rosa.
— «Ayudamos a niñas como nosotras… y todo empezó con su comida.»
Elenora lloró en silencio, abrazando a las tres — aquellas niñas que un día había rescatado de la basura y que ahora volvían para rescatarla de la soledad.
Mientras el sol caía detrás de la vieja casa, Lia le tomó la mano y susurró con ternura:
— «Usted nos enseñó lo que significa el amor verdadero.»
Elenora sonrió.
Por primera vez en muchos años, no se sintió sola.
El pasado había regresado — no para doler, sino para bendecirla.