Estoy casada con Ethan desde hace cuatro años.
Desde el principio, su madre, Susan, fue amable, pero reservada.
“A mamá le gusta tener su propio espacio”, me dijo Ethan una vez.
Y yo lo respeté.
Pero un día, todo cambió.
Estaba en el trabajo cuando sonó el teléfono.
Era Ethan, con la voz temblorosa.
“Kate… los resultados de los exámenes no son buenos. Los médicos dicen que mamá tiene cáncer. Tiene que empezar la quimioterapia de inmediato.”
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.
“Oh, Dios mío… no te preocupes, cariño. Haremos todo lo necesario.”
El tratamiento era caro, y el seguro solo cubría la mitad.
Sin pensarlo, empecé a aceptar trabajos extra, a quedarme despierta hasta tarde, y terminé usando todos mis ahorros.
Al final del año, le había entregado a Ethan más de 113 mil dólares, convencida de que estaba salvando la vida de mi suegra.
Hasta que, un día cualquiera, la verdad comenzó a salir a la luz.
Volvía del supermercado cuando me encontré con nuestra vecina mayor, la señora Margaret, podando sus rosales.
“Oh, querida, te ves tan cansada. ¿Todo está bien?”, me preguntó con ternura.
Suspiré. “Ha sido una época difícil. La madre de Ethan está en tratamiento de quimioterapia, y estoy ayudando a pagar sus gastos.”
Su expresión cambió por completo.
“Oh, cariño… debes estar equivocada. La madre de Ethan se mudó a Arizona hace diez años. La vi el mes pasado… ¡y está perfectamente bien!”
Sentí un frío recorrerme el cuerpo.
No podía hablar.
Esa noche, no pude dormir.
Repetía una y otra vez las palabras de la vecina, mientras recordaba todas las veces que Ethan insistió en manejar los pagos él mismo.
Dos días después, me dijo que iba a visitar a su madre al hospital.
Le di un beso… y lo seguí en silencio.
Condujo casi una hora hasta llegar a un condominio a las afueras de la ciudad.
Se estacionó, bajó del auto y entró en uno de los edificios.
Esperé unos minutos y luego me acerqué.
Miré por la ventana.