El dueño fingió dormir para probar a la sirvienta… y lo que vio lo dejó helado

Su respiración se aceleró, pero no se movió. Lucía tomó la fotografía con ternura y la acarició con la punta de los dedos.

—Madre, siempre dijiste que algún día lo encontraría —murmuró entre lágrimas—. Y que él nunca supo que yo existía.

El mundo se detuvo para Don Esteban. El reloj, el silencio, la oscuridad… todo desapareció. Solo quedó esa frase: Él nunca supo que yo existía.

Se sentía asfixiado. El corazón le latía con fuerza, incapaz de soportar lo que había oído. Lucía le secó las lágrimas y, sin darse cuenta de que lo observaban, colocó la fotografía y la pequeña carta doblada junto a ella en la mesita de noche.

Luego, con una mirada de tristeza, se volvió hacia Don Esteban y susurró, casi inaudiblemente: —Perdóname, padre.

Don Esteban quedó paralizado. Su plan para desenmascarar al ladrón había revelado el mayor secreto de su vida: aquella humilde doncella de la que sospechaba que era su hija.

II. Arrepentimiento y Confesión

Don Esteban se quedó rígido, con la mente ardiendo. La palabra «padre» le atravesó el pecho como un cuchillo. ¿Cómo era posible? ¿Acaso la hija nacida de la mujer a la que amaba, cuya existencia desconocía, era la criada a la que había ignorado durante tantos años?

Al amanecer, Don Esteban despertó, contemplando la luz del sol que se filtraba por la cortina. Había permanecido sentado toda la noche, leyendo la carta de Lucía. En ella describía su profundo amor por la madre de Lucía, diciendo que no sabía por qué se habían separado, solo que su madre le había dicho: «Tienes buen corazón».

Lucía entró sin llamar. Llevaba una pequeña maleta. Su rostro reflejaba tristeza y resignación. Antes de abrir la puerta, susurró con un suspiro: «Adiós, padre. Gracias por permitirme estar cerca de usted, aunque no me conozca».

«¡Lucía!», exclamó Don Esteban con la voz quebrada.

Lucía se quedó paralizada. Se giró lentamente. Sus miradas se cruzaron y el tiempo pareció detenerse. —Creí que estaba durmiendo, señor —susurró ella.

—No estaba durmiendo —dijo Don Esteban con voz temblorosa—. Fingí, y lo oí todo.

Lucía apretó su maleta contra su pecho, avergonzada—. Lo siento. No debí haber entrado.

—No, hija mía. No tienes por qué disculparte. Debería ser yo quien te pida perdón. No estuve ahí cuando más me necesitabas. No sabía que estabas ahí, Lucía.

Lucía rompió a llorar—. Mi madre nunca me dijo por qué te fuiste. Solo dijo que eras un buen hombre.

Don Esteban la abrazó. Era un abrazo que se habían dado durante años. Sus cuerpos temblaban, pero por primera vez, el vacío en sus corazones comenzaba a llenarse.

—Tu madre fue el gran amor de mi vida, y ahora me ha dado su mayor regalo: tú. —Don Esteban miró el rostro de Lucía y habló. —No te irás de nuevo. Esta casa también es tu hogar ahora. Y si Dios me da tiempo, quiero recuperar cada momento que he perdido contigo.

Lucía sonrió y asintió lentamente. Afuera, el sol ya había salido, iluminando la fachada de la mansión. Padre e hija se abrazaron, encontrando la paz por primera vez en años.

III. Un nuevo comienzo y un legado de bondad

Esa misma mañana, Don Esteban comenzó a investigar el pasado de Lucía. La madre de Lucía fue su gran amor. Su separación se debió al orgullo juvenil y a malentendidos. Cuando supo de su embarazo, decidió criarla sola, a pesar de la carga de trabajo de Don Esteban y las objeciones de su familia. No pidió dinero ni ayuda. Simplemente amó en silencio.

Los años que Lucía había pasado en la pobreza atormentaban el corazón de Don Esteban. Quería ofrecerle de inmediato las comodidades más lujosas de su vida, pero Lucía se opuso.

—Papá, no vine por dinero. Solo quería verte. Dame tiempo.