El dueño fingió dormir para probar a la sirvienta… y lo que vio lo dejó helado

Don Esteban comprendió ese deseo. La riqueza se había convertido en una máscara para él, mientras que Lucía le mostraba el valor de una vida sin ella.

Don Esteban reconoció legalmente a Lucía de inmediato por su apellido de soltera. En lugar de incorporarla al mundo laboral, creó un programa en una biblioteca local donde Lucía era voluntaria. Lucía comenzó a enseñar a leer y escribir a los niños, su verdadera pasión.

—Ahora tendré algo de lo que estar orgullosa, papá —dijo Lucía.

Don Esteban creó una fundación en nombre de la madre de Lucía: Amor Silencioso. La fundación otorgaba becas a familias monoparentales y a jóvenes obligados a abandonar sus estudios por la pobreza.

Con el paso de los años, Don Esteban y Lucía recuperaron el tiempo perdido. Don Esteban regresaba temprano del trabajo, comía los platos de Lucía y colaboraba con ella como voluntario en la biblioteca. Lucía descubrió que tras la dura apariencia de su padre se escondía un hombre cariñoso y bondadoso. Había heredado la humanidad de su padre, no su crueldad para los negocios.

La mansión ya no era silenciosa ni fría. Risas, libros y la voz de Lucía resonaban en su interior. Gracias a la presencia de Lucía, Don Esteban se liberó del peso de la culpa y el arrepentimiento que había ocultado durante años.

Un día, Don Esteban le mostró a Lucía aquella vieja fotografía. «Tu madre te dejó donde siempre puedo verte», dijo. «Donde miro cada día: en mi corazón».

Lucía sonrió. «Ella lo supo desde el principio, papá. El amor nunca se desvanece».

Don Esteban comprendió entonces que la riqueza era solo un medio. Su verdadero legado era su hija, su sangre, que había regresado a él en silencio.