Richard despidió al resto del personal de la casa por la noche. Solo Naomi permaneció allí, de pie, incómoda, en la cocina con Ethan todavía aferrado a su lado. Richard quería respuestas, las necesitaba, pero una parte de él temía lo que pudiera oír.
—Naomi —comenzó, con un tono más suave que su habitual voz autoritaria—, dime qué está pasando.
Dudó un momento, pero luego habló con cautela. «Señor Hale, Ethan… se siente solo. Llora casi todas las noches. Te espera junto a la ventana, incluso cuando le digo que es demasiado tarde. A veces me pregunta por qué su papá no vuelve a casa. No quería decir nada, pero…»
Se le quebró la voz. «El dinero no consuela a un niño por la noche. Te necesita».
Richard sintió una punzada en el pecho, más aguda que cualquier fracaso empresarial. Durante años, se había convencido de que amasar una fortuna aseguraba el futuro de Ethan. Escuelas privadas, ropa cara, un fideicomiso… sin duda eso demostraba que era un buen padre. Pero ahora, al ver los ojos rojos de su hijo, comprendió la verdad: Ethan habría cambiado todos sus juguetes por un cuento más con su padre antes de dormir.
Ethan lo miró tímidamente. “Papá, ¿te quedarás en casa ahora?”
La pregunta rompió las defensas de Richard. La voz de su hijo era débil, frágil, pero llena de esperanza. Por una vez, Richard no tuvo una respuesta rápida. Se arrodilló y abrazó a Ethan. “Sí, amigo. Me quedo”.
Naomi retrocedió, sin saber si debía dejarlos solos. Pero Richard negó con la cabeza. «No, Naomi. Has estado ahí para él cuando yo no. Por eso, te debo más de lo que puedo expresar».
Ethan los abrazó a ambos, a su padre y a la criada, como si temiera que alguno desapareciera. Richard miró entonces a Naomi, la miró de verdad, no como a una empleada, sino como a quien había consolado a su hijo cuando él mismo había fallado.
Por primera vez en años, Richard sintió algo que no había sentido en mucho tiempo: vergüenza, pero también claridad.
Las semanas siguientes fueron diferentes. Richard empezó a teletrabajar con más frecuencia. Se reprogramaron las reuniones de la junta. Se ignoraron las llamadas nocturnas para seguir las rutinas de la hora de dormir. Ethan, poco a poco, volvió a sonreír. Ya no esperaba junto a la ventana con los ojos cargados; en cambio, se acurrucaba junto a su padre para escuchar cuentos y se dormía con paz en el rostro.
Naomi permaneció en la casa, no solo como sirvienta, sino como una presencia constante en la vida de Ethan. Richard respetaba su honestidad y recurría a sus consejos más de lo que admitía. Una noche, mientras recogían la mesa después de cenar, le dijo en voz baja: «Me enseñaste algo que había olvidado, Naomi. El éxito no es solo dinero. Son momentos como estos».
Naomi asintió. «Los niños no necesitan perfección, Sr. Hale. Necesitan presencia».