—No te contraté para que me analizaras —respondió secamente—. Es solo un trabajo, Grace.
—Lo sé —murmuró—. Pero a veces, el cariño revela lo que falta en casa.
Sus palabras, aunque suaves, fueron como un puñal. Ethan respiró hondo, pero sintió una opresión en el pecho. Algo dentro de él se quebraba silenciosamente. No era ira. Era un viejo dolor, de esos que aprendes a esconder tras citas y números.
Grace bajó la mirada, como si comprendiera que había ido demasiado lejos.
"Sólo quería que supieras", concluyó con ternura, "que a amar no se aprende manteniéndose siempre limpio".
Entonces ella se alejó. Ethan permaneció inmóvil, con la mirada perdida. Afuera, oyó a sus hijos llamarlo y se dio cuenta de cuánto extrañaba ese sonido.
La cena de esa noche tenía el aire de un funeral. Las copas de cristal reflejaban el oro de las lámparas de araña, pero nada podía romper el silencio. Ethan estaba sentado a la cabecera de la mesa, con sus tres hijos alineados en sus lugares, con las servilletas cuidadosamente dobladas. Ni un ruido, ni una risa, solo el ocasional tintineo de los cubiertos. Frente a él, su madre, Margaret Blackwood, mantenía una expresión severa. El tiempo había grabado su huella en su rostro sin suavizar la dureza de sus ojos azules. Era la personificación misma de la fría elegancia.
"Escuché que contrataste a una nueva niñera", dijo, rompiendo el silencio, "y que está usando métodos inapropiados".
Ethan respiró profundamente, preparándose para la tormenta.
"Grace cree que los niños deben aprender de sus errores", respondió, evitando la mirada de su madre.
Margaret dejó el tenedor con calma, con un gesto preciso y calculado.
"Aprende de sus errores", repitió con ironía. "Los Blackwood no nos equivocamos, Ethan. Siempre salimos adelante".
Lily, la mayor, apartó la mirada, incómoda. Oliver y Noah, sin apetito, se pasaban la comida de un lado a otro. Esta mesa encapsulaba todo lo que faltaba: ternura, risas, vida.
Ethan intentó un tono más suave.
—Quizás estemos siendo demasiado duros. Son solo niños.
"Y por eso precisamente necesitan reglas", respondió con firmeza. "Si no las aprenden ahora, vivirán como los demás. Y tú lo sabes, Ethan: no somos como los demás".
Sintió el peso de esa frase sobre sus hombros, la misma carga que había cargado desde la infancia. «No somos como los demás». Palabras que lo habían obligado a madurar demasiado rápido.
Margaret se secó los labios con la servilleta y lo miró fijamente.
—Deshazte de esa mujer hoy.
No fue una petición. Fue una frase.