El millonario despidió a la niñera porque había dejado que sus hijos jugaran en el barro… pero finalmente enfrentó la verdad.

Ethan permaneció en silencio, observando a sus hijos. Ninguno se atrevió a reír. Ninguno se atrevió a comportarse como un niño. Y de repente, la risa de la tarde regresó, brillante y vibrante. Como si el jardín tuviera alma propia.

Y esa mesa representaba todo lo contrario de lo que realmente importaba. Pero le faltó el valor para confrontar a su madre. Simplemente asintió en silencio.

—Haré lo que sea necesario.

Margaret dio una leve sonrisa triunfante.

"Aquí está mi hijo", dijo levantándose elegantemente.

Al salir del comedor, Ethan miró a los niños y notó algo aterrador. El miedo en sus ojos era el mismo que él mismo había experimentado.

A la mañana siguiente, el cielo de Austin amaneció gris. El viento ondeaba las cortinas de la sala mientras Ethan bajaba las escaleras con la carta de despido en la mano. La hoja de papel parecía más pesada de lo que realmente era. Por un momento, se preguntó por qué se le aceleraba el corazón pensando en algo que había hecho tantas veces. Ninguna niñera se quedaba más de unas semanas. Todas acababan renunciando o siendo despedidas. Así era como mantenía el control: cambiando de personal cada vez que algo le preocupaba.

Grace estaba en el jardín, de espaldas a ella, cepillando el pelo de Lily. Los niños jugaban con palas de plástico. Parecía formar parte del paisaje, sin perturbarlo. Ethan se acercó y se aclaró la garganta.

— Grace, necesitamos hablar.

Ella se giró lentamente, su mirada gentil pero atenta.

—Por supuesto, señor Blackwood.

Él respiró profundamente.

—No creo que eso funcione. Los niños necesitan un marco diferente, más disciplina.

Grace permaneció inmóvil, como si lo hubiera esperado. Un suave suspiro escapó de sus labios, pero no protestó.

- Entiendo.

Los niños dejaron de jugar, percibiendo la tensión. Lily miró a su padre con lágrimas en los ojos.

— Papá, ¿se va a ir?

Ethan miró hacia otro lado.

—Es mejor para todos, querida.

Pero eso no era cierto, y él lo sabía. Había algo en la serenidad de Grace que lo desarmaba.

Antes de irse, preguntó en voz baja:

—¿Puedo despedirme de ellos?

Él dudó y luego aceptó.

Grace se arrodilló ante los niños; su uniforme de color claro estaba manchado de suciedad.

—Mis tesoros —comenzó con la voz un poco tensa—, prométanme una cosa: nunca tengan miedo de ensuciarse las manos mientras aprenden algo hermoso. El barro se lava. El miedo, a veces, no.

Lily se secó una lágrima con el dorso de la mano.