Luego, treinta y nueve años después, sucedió.
Una constructora había comenzado las obras de una nueva circunvalación, que atravesaba un terreno descuidado cerca de una antigua carretera. La mañana transcurría con normalidad: obreros riendo, máquinas zumbando, hasta que una de las excavadoras chocó con algo que no era tierra.
Se escuchó un fuerte ruido metálico.
Al principio pensaron que era una cisterna enterrada o un viejo contenedor. Pero cuando se quitó el barro y apareció la pintura amarilla, todos guardaron silencio. Se veían los contornos de las ventanas. Un número tenue grabado en el óxido: 117.
En cuestión de minutos, llamaron al sheriff. Al mediodía, el lugar estaba cerrado y los periodistas ya rondaban el lugar como buitres.
No era solo un autobús. Era un autobús.
Esperaron a que un equipo forense la abriera. La puerta había estado sellada bajo tierra durante décadas. Finalmente, la investigadora Lana Reyes subió por una escalera y abrió la salida de emergencia en la parte trasera.
Al principio les llamó la atención el olor: una mezcla espesa y terrosa de moho, metal y tiempo.
Dentro, el autobús parecía congelado, como un recuerdo atrapado bajo tierra. Los asientos seguían acomodados, algunos cinturones abrochados. El polvo se había acumulado en las ventanas, tiñendo la luz de un dorado apagado.
Y hubo silencio en todas partes.
Lana caminó con cuidado entre las filas de asientos. Debajo del tercer asiento, vio una caja rosa de refrigerios: descolorida y agrietada, pero aún cerrada. El personaje de dibujos animados casi había desaparecido a su edad, pero aún podía distinguir las palabras: "Mejores amigos para siempre".
Al fondo, sobre un escalón metálico, yacía un zapato de niño. Pequeño. Cubierto de musgo.
Pero no hay restos.
Ni huesos.
Ni señales de vida ni de muerte.
El autobús estaba vacío. Completamente vacío.
Al llegar al frente, Lana vio algo pegado al tablero. Una hoja de papel rayado, amarillenta y quebradiza.
La famosa carta redonda fue escrita:
Escuela Primaria Morning Lake - participación en la excursión
Bajo el encabezado había quince nombres:
Ava C., Daniel R., Emma T., Jordan H., Lily B., Noah S., etc. Cada nombre estaba marcado con una pequeña cruz.
Al final de la lista, escrita con marcador rojo, había otra frase, apresurada, irregular, con tinta corrida, como si hubiera sido escrita con pánico:
"Nunca llegamos al lago de la mañana."
Se concentró en la letra. Algo le llamó la atención: la forma en que la última línea se inclinaba hacia abajo, como si la hubiera escrito un vehículo en movimiento.
No parecían las cartas silenciosas de la señorita Delaney del registro de asistencia. Estaban escritas con prisa. Con desesperación.
Amplió aún más la imagen. El color no era solo rojo: se veían rastros de hierro bajo la luz ultravioleta. Sangre.
Él le agarró el estómago. Ella volvió a mirar el campo, donde el autobús estaba medio iluminado por los faros.
El mensaje resonó en su cabeza una y otra vez:
“Nunca llegamos al lago de la mañana”.
Quizás nunca llegaron.
Quizás nunca se fueron.
Y mientras el viento agitaba los árboles, por un momento creyó oír una risa débil, transmitida por la oscuridad, suave y distante, como niños en un viaje que nunca termina.
Morning Lake sigue siendo un lugar tranquilo. La carretera se desvía de él, y la circunvalación se ha desviado tras la protesta pública. El autobús ha sido precintado de nuevo y trasladado a una instalación segura para su estudio. Pero para los residentes de este pequeño pueblo, la mañana ha vuelto a abrirse: el misterio sigue siendo tan profundo y aterrador como siempre.
Porque al final la pregunta sigue siendo:
Si el autobús 117 estuvo enterrado durante treinta y nueve años...
¿A dónde fueron los niños?