La curiosidad —o quizá el instinto de supervivencia emocional— me empujó a buscar la caja. Estaba exactamente donde la había escondido. Era ligera, más de lo que esperaba. Me quedé unos segundos dudando. Sabía que abrirla podía herirme, pero también sabía que no soportaría seguir imaginando lo que contenía.
La abrí.
No había cenizas.
No había restos humanos.
Sólo había un colgante de oro con el nombre “Lucía”, varias cartas dobladas con cuidado… y una foto reciente. Una foto que no tenía ningún sentido. Porque la mujer en esa imagen —sonriente, viva, posando frente a un espejo— era la misma Lucía que supuestamente había muerto.
Y allí, en una nota escrita con su caligrafía perfecta, había una frase que me dejó sin respiración:
“Nos vemos cuando ella se duerma.”
Sentí cómo mis manos temblaban. La ola de traición me golpeó tan fuerte que supe, sin pensarlo, que mi matrimonio había terminado. A las seis de la mañana, con la maleta hecha, le dije que quería divorciarme.
Pero lo peor, lo realmente devastador, lo descubrí después…
Dejé el hotel sin mirar atrás, pero la imagen de la foto no abandonó mi mente ni un segundo. Pasé toda la mañana sentada en un café cercano, intentando controlar el temblor de mis manos. ¿Cómo podía estar viva alguien que él aseguraba que había muerto? ¿Por qué tenía fotos recientes? ¿Por qué se citaban, aparentemente, a escondidas? ¿Y qué significaba aquella frase inquietante?
Decidí hacer algo que inicialmente me pareció absurdo: buscar el nombre de Lucía en redes sociales. Durante años nunca me interesé, porque confiaba en él. Pero en menos de diez minutos encontré un perfil que coincidía con la imagen de la foto. Publicaciones recientes. Historias activas. Ubicaciones. Vida.
Me quedé helada. No sólo estaba viva: tenía fotos de la misma semana.
No sabía si llorar, gritar o reír del absurdo.
Por fin, después de varias horas, él me llamó. No contesté. Me escribió más de veinte mensajes, cada uno más desesperado que el anterior. “Podemos hablar”, “Es un malentendido”, “Te lo puedo explicar”.
Cuando por fin me atreví a leerlos, ninguno mencionaba la caja, ni a Lucía viva. Era como si él intentara rodear el tema sin enfrentarlo.
Fue esa evasión lo que me hizo tomar una decisión. Si él no me diría la verdad, debía buscarla por mí misma. Le envié una única frase:
“¿Por qué me mentiste sobre su muerte?”
Tardó menos de un minuto en llamarme.
Esta vez contesté.
Su voz sonaba cansada, derrotada.
—No quería perderte —fue lo primero que dijo.
—Entonces explícame. ¿Por qué dijiste que estaba muerta?
Hubo un silencio que se me clavó en el alma.
—No… no quería hablar de ella contigo. Pensé que era lo mejor.
—¿Me estás diciendo que inventaste su muerte?
—No… no exactamente. —Titubeaba.— La relación terminó… mal. Ella se fue. Cortó todo contacto. Yo no supe nada de ella durante años. Quise creer que era como si hubiera muerto.