“En nuestra luna de miel, me desperté a mitad de la noche y encontré a mi esposo de espaldas, abrazando una pequeña caja de madera como si fuera un tesoro. Dijo que contenía las cenizas de su exnovia fallecida. Cuando fue a ducharse, la abrí… y lo que encontré dentro me hizo hacer las maletas y pedirle el divorcio antes del amanecer….

Sentí una mezcla amarga de vergüenza y furia contenida.
—¿Y la nota… la que decía “nos vemos cuando ella se duerma”?
Lucía bajó la mirada.
—Él vino aquí. Estuvimos hablando una tarde. Me dijo que tú eras maravillosa, que te amaba… pero también que tenía miedo de casarse cargando culpas del pasado. Dijo que necesitaba un momento a solas conmigo para limpiar esa parte de su vida. Yo lo acepté porque pensé que era un cierre legítimo.

Me miró a los ojos, con sincera compasión.
—Tú no estabas al tanto… ¿verdad?

Negué lentamente.
—¿Se acostaron? —pregunté sin rodeos.
Ella abrió mucho los ojos.
—¡No! Claro que no. Si hubiera intentado algo, habría salido corriendo. Te lo juro.

Debería haberme aliviado, pero no fue así. Lo verdaderamente doloroso fue comprender que él la había utilizado a ella también, inventando una versión distinta de nuestra relación para justificar su obsesión.

—¿Y la foto?
—Él me pidió una. Dijo que necesitaba “recordar lo que estaba cerrando”. Me pareció extraño, pero accedí.

En ese momento comprendí algo: no había dos víctimas. Éramos tres.

Lucía me miró con una tristeza profunda.
—Te mereces a alguien que no necesite despedirse de otra mujer cada vez que te duerme.

Salí del café con el corazón destrozado, pero con una claridad nueva.

No quería explicaciones. No quería disculpas.

Quería recuperar mi vida.

Y así terminó mi matrimonio: no por un fantasma del pasado, sino por la realidad dolorosa de un hombre que nunca supo cerrar sus heridas sin abrir las de los demás.”