—Hoy —dijo, cada palabra resonando en el silencio—, el chicote que marcó nuestras espaldas encuentra a su dueño. La humillación que quemó nuestras almas regresa a su origen. La libertad que nos negaste será conquistada con las propias manos que esclavizaste.
Con una precisión casi ceremonial, el patrón fue colgado por el símbolo de su poder. Mientras se balanceaba, Sharila dio un paso al frente con un machete de cortar café. Realizó entonces el acto extremo y final, un sacrificio que cortaba de raíz la fuente de su opresión y liberaba no solo su cuerpo, sino su alma, de la condición de esclava. El silencio que siguió fue absoluto, sellando una justicia ancestral con sangre
Inspirados por su valor, los nueve compañeros liberaron a los otros cuarenta y tres esclavizados de los barracones. Recolectaron provisiones y armas, mientras los invitados de la fiesta observaban, paralizados de terror.
Sharila, pálida pero de pie, se dirigió a los ahora libertos: —El camino será duro. Pero cada paso lejos de aquí será un paso hacia la dignidad que siempre nos perteneció.
Cuando los primeros rayos de luz colorearon el horizonte, el grupo partió, dejando atrás la hacienda consumiéndose en un fuego purificador.
La huida fue ardua. Sharila, apoyada en sus compañeros, miró hacia atrás una última vez. Sabía que su tiempo era corto; la pérdida de sangre de su propio acto de sacrificio era excesiva. Su respiración se hacía más débil con cada paso que daban alejándose de los cafetales.
Murió al atardecer de ese primer día de libertad, en el camino hacia las montañas. No murió como una esclava en el patio de una hacienda, sino como una mujer