Estaba bañando a mi suegro, incapaz de moverse, cuando al quitarle la camisa me quedé inmóvil: recordé las advertencias de mi esposo antes de viajar y por fin comprendí por qué siempre temía que yo entrara en la habitación de su padre…

Yo estaba ayudando a mi suegro, que está paralizado, a bañarse. Pero en cuanto le quité la camisa, me quedé paralizada: las palabras de mi esposo antes de irse de viaje resonaron en mi cabeza y entendí por qué siempre temía que yo entrara en la habitación de su padre.

—Nunca te quedes sola con él —me dijo la noche anterior a su vuelo—. Papá ya no está bien, dice cosas sin sentido. No quiero que te asuste.

En ese momento lo tomé como un comentario más, fruto del estrés que llevaba arrastrando desde el “accidente” de su padre. Pero ahora, frente al cuerpo frágil de mi suegro, todo dejó de tener sentido.

La enfermera que venía por las mañanas había tenido una emergencia y no pudo venir. El cuidador nocturno ya se había ido. Yo era la única disponible. Hacía calor, y el olor a sudor y medicamento se acumulaba en el cuarto. Me puse unos guantes desechables, preparé el agua tibia en una palangana y rodé al señor Manuel —así se llamaba— hacia mí con cuidado.

Él no hablaba desde hacía meses, según mi esposo. “A veces mueve los ojos, nada más”, me había dicho. Yo siempre lo saludaba igual, aunque no obtuviera respuesta:

—Buenos días, don Manuel. Soy Ana, la esposa de Diego. Le voy a ayudar, ¿sí?

Sus ojos grises se clavaron en mí de una forma extrañamente lúcida. Sentí un pequeño nudo en el estómago, pero continué. Desabotoné la camisa, una a una, notando cómo sus dedos, rígidos, colgaban a los lados. Cuando retiré la tela por completo, me temblaron las manos.

Su pecho estaba lleno de moretones: manchas violáceas en las costillas, marquitas redondas como si fueran de dedos que lo hubieran apretado con fuerza. Había marcas amarillas, ya casi curadas, sobre otras más recientes, azul oscuro, casi negras. No eran marcas de una caída. Un hombre que no podía moverse no podía caerse así.

Tragué saliva.

—¿Quién… quién le hizo esto? —susurré, aunque sabía que no respondería.

Entonces él hizo algo que, según Diego, ya no podía hacer: intentó mover la mano derecha. Primero un temblor apenas visible, luego un mínimo esfuerzo por levantar los dedos. No lo logró, pero la intención era clara. Sus ojos, abiertos de par en par, se llenaron de una urgencia que me heló la sangre. Desvió la mirada hacia la mesita de noche, insistente, una y otra vez.

Lo seguí con la mirada. Sobre la mesa, además del vaso de agua y los medicamentos, había una libreta pequeña, de tapa azul, que yo nunca había visto. Mi suegro volvió a fijar los ojos en mí, luego en la libreta, luego en mí otra vez. Lo entendí.

Me acerqué, dudando. Tomé la libreta. Estaba ligeramente doblada en las esquinas, como si alguien la hubiera agarrado con manos temblorosas. Al abrirla, encontré páginas con letras torcidas, escritas con esfuerzo. Al principio eran garabatos, líneas sin sentido. Pero unas páginas más adelante, la letra se hacía apenas más firme.

Las primeras palabras legibles me hicieron sentir que el piso se abría bajo mis pies:

“Si estás leyendo esto es porque Diego no está en el cuarto. No confíes en mi hijo.”