Estaba bañando a mi suegro, incapaz de moverse, cuando al quitarle la camisa me quedé inmóvil: recordé las advertencias de mi esposo antes de viajar y por fin comprendí por qué siempre temía que yo entrara en la habitación de su padre…

Sentí un zumbido en los oídos. Recordé su rostro serio cuando me dijo que no me quedara sola con su padre, su insistencia casi desesperada. Volví a mirar los moretones en el cuerpo de don Manuel. Él no parecía delirar. Me observaba con la intensidad de quien lleva demasiado tiempo callado.

Pasé la página con manos temblorosas, sin saber si quería seguir leyendo.

Fue entonces cuando escuché la puerta principal de la casa abrirse con un chirrido.

Alguien había vuelto antes de lo previsto.

Mi corazón empezó a latir con fuerza. Miré el reloj: eran apenas las diez de la mañana. Diego, en teoría, estaba a miles de kilómetros, en un viaje de trabajo. La puerta se cerró y escuché pasos en el pasillo. Me quedé quieta, con la libreta todavía abierta en las manos y mi suegro semi desnudo, cubierto sólo por la toalla.

“A lo mejor es la enfermera”, pensé, intentando no entrar en pánico. Respiré hondo.

—Voy enseguida —grité, dejando la libreta disimuladamente debajo de la toalla doblada sobre la silla.

Salí al pasillo. No era Diego. Era el vecino de enfrente, el señor Julián, con un juego de llaves en la mano.

—Ana, perdona —dijo, algo avergonzado—. Diego me pidió que pasara a dejar estos papeles en el despacho y a ver si necesitabas algo con don Manuel.

Lo miré con una mezcla de alivio y desconfianza.

—Gracias, me asusté un poco —confesé—. Pensé que Diego había regresado.

—No, no, él me mandó un mensaje hace una hora. Dice que el vuelo de vuelta es pasado mañana.

Asentí, aún con el corazón acelerado. Intercambiamos un par de frases cortas y se fue hacia el despacho. Volví a la habitación de mi suegro con la sensación de haber dado un paso dentro de algo mucho más grande que un simple malentendido familiar.

Cerré la puerta despacio, como si alguien pudiera estar espiando. Don Manuel seguía mirándome con esa intensidad casi dolorosa. Volví a la libreta. Me senté en la silla junto a la cama y retomé la lectura donde la había dejado.

“Si estás leyendo esto es porque he logrado convencer a alguien que no sea Diego de ayudarme a cambiarme o a bañarme”, decía la siguiente línea. “Mi hijo no quiere que nadie me vea sin camisa. Por eso insiste en hacerlo él mismo, o en que lo haga alguien en quien confía. Si tú estás aquí, eres su esposa. Te pido que me escuches.”

Tragué saliva y continué.