“Yo no estoy loco. No deliro. Puedo pensar. No puedo moverme bien, pero mi cabeza sigue funcionando. El accidente de coche no fue un accidente. Diego…”
La frase quedaba a medias, la pluma se había deslizado hacia abajo. Había un par de líneas indecisas, como si se le hubiera terminado la fuerza. Más abajo, con una letra aún más irregular, continuaba:
“Diego me odia. Piensa que no me di cuenta, pero lo vi. Vi cómo soltó el volante, cómo cerró los ojos, cómo sonrió antes de que el coche se saliera de la carretera. Quería que los dos muriéramos. Él necesitaba el dinero.”
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
Yo conocía la versión de Diego: una lluvia inesperada, un charco, el coche que patina, el impacto contra el guardarraíl. Su padre sobrevive, pero queda paralizado del cuello para abajo. Diego siempre contaba la historia con un dolor contenido, como si se culpase de no haber podido evitarlo. Ahora, esas líneas torcidas en la libreta decían otra cosa.
Me levanté y empecé a caminar por la habitación, con la libreta en la mano. ¿Y si eran delirios? ¿Y si el viejo, lleno de rencor, inventaba cosas? Pero los moretones seguían ahí, mudos, oscuros, formando un mapa de dolor.
—Don Manuel… —me acerqué otra vez, inclinándome sobre él—. ¿Usted escribió esto?
Él parpadeó dos veces seguidas, claramente. La enfermera me había explicado que solían usar un código: un parpadeo para “sí”, uno para “no” cuando hacían ejercicios de comunicación. Nunca le di mucha importancia porque “Diego dice que ya ni eso entiende”. Ahora me di cuenta de que quizás nunca lo había intentado de verdad.
—¿Diego… lo lastima? —pregunté, con la voz quebrada.
Dos parpadeos lentos. “Sí”.
Sentí que algo dentro de mí se rompía. Me senté al borde de la cama y le tomé la mano, fría, inerte.
—¿Desde cuándo? —susurré, sin saber si era una pregunta absurda.
Él desvió la mirada hacia la pared, donde había un calendario colgado. Sus ojos se detuvieron en el mes actual, y luego fueron subiendo, como si contaran hacia atrás mentalmente. Finalmente, se quedaron fijos en marzo, tres meses atrás. Volvió a parpadear dos veces.
Tres meses de golpes, de moretones escondidos bajo una camisa abotonada hasta el cuello. Tres meses en los que yo había vivido en la misma casa, sin ver nada.
La culpa me aplastó.
Busqué mi móvil y, sin pensarlo demasiado, empecé a sacar fotos de los moretones. Acercaba la cámara, me aseguraba de que se distinguiran los tonos, las formas. Luego fotografié la libreta, página por página. Por primera vez, consideré algo que me daba miedo incluso pronunciar en mi cabeza: ¿y si tenía que denunciar a mi propio esposo?
Cuando guardé el teléfono, vi que tenía un mensaje nuevo de Diego.