—Necesito que vengas a la casa —le dije—. No preguntes mucho por teléfono. Sólo… ven.
Cuando llegó, le mostré todo: los moretones, la libreta, las fotos, los movimientos bancarios que me parecían raros. Ella escuchó en silencio, con el ceño fruncido.
—Ana, esto es muy serio —murmuró al final—. No puedes manejarlo tú sola. Habla con un abogado, con la policía… con alguien.
—Es mi esposo —respondí, sintiendo de nuevo el peso de esa palabra—. Si todo esto es verdad, no sólo ha maltratado a su padre. Lo intentó matar. Y a lo mejor mató a mi suegra, quién sabe…
—No te vayas por las ramas. Quédate con lo que sabes, con lo que puedes probar.
Tenía razón. Lo único que tenía, de momento, eran palabras escritas por un hombre paralizado, un patrón de moretones y algunas transferencias sospechosas. No era poco, pero tampoco era suficiente para señalar a Diego como un criminal sin margen de duda.
Aun así, llamamos a un abogado recomendado por un conocido de mi hermana. Hicimos una videollamada esa misma tarde. Le conté todo, sin adornos. Él tomó notas, serio.
—Lo primero es proteger al señor Manuel —dijo—. ¿Hay forma de que Diego no se quede a solas con él hasta que esto se aclare?
Pensé en su mensaje, en su insistencia en que yo no entrara sola al cuarto. Irónico.
—Sí —respondí—. Puedo organizar los horarios con la enfermera y el cuidador. Y yo. Pero si Diego insiste…
—Si usted se siente en peligro —añadió el abogado— o siente que el señor Manuel corre peligro inmediato, puede llamar a la policía. Hacer un reporte por sospecha de maltrato. Las fotos de las lesiones ayudarían.
Respiré hondo. No era una conversación que hubiera imaginado tener jamás.
Dos días después, Diego volvió del viaje.
Lo vi cruzar la puerta con su maleta, sonriendo cansado, como siempre. Me abrazó, me besó en la frente, me preguntó por mi semana. Yo respondí con frases cortas, automáticas. Él se dio cuenta.
—¿Qué pasa? —frunció el ceño—. Tienes una cara…
—Necesitamos hablar —dije, interrumpiéndolo.
Sus ojos cambiaron de inmediato. Ese brillo que conocía bien, mezcla de alerta y molestia contenida.
—¿Conseguiste a alguien para ayudar con papá, no? Te dije que no fueras a su habitación sola.
—Fui —lo miré a los ojos—. Y le ayudé a bañarse.
Su mandíbula se tensó.
—Te dije que no lo hicieras —repitió, esta vez con un tono más duro—. Puede ponerse nervioso, puede…
—Diego, tu padre no se “pone nervioso”. Tu padre está lleno de moretones.
El silencio que siguió fue pesado. Vi, claramente, cómo su expresión cambiaba de sorpresa a algo más frío.
—Está viejo, Ana. Se marca con cualquier cosa. Los cuidadores a veces lo…
—Los cuidadores no lo golpean —lo interrumpí, sacando el móvil—. Ya hablé con ellos. Y tengo fotos. Moretones que no corresponden a simples “marcas”.
Deslicé el dedo y le mostré una imagen cercana del torso de su padre. Diego la miró apenas un segundo y apartó la vista.
—No sé qué estás insinuando —dijo.
—No estoy insinuando nada. Estoy diciendo lo que vi. Y lo que leí.