Estaba bañando a mi suegro, incapaz de moverse, cuando al quitarle la camisa me quedé inmóvil: recordé las advertencias de mi esposo antes de viajar y por fin comprendí por qué siempre temía que yo entrara en la habitación de su padre…

Saqué la libreta de la cartera y la puse sobre la mesa entre nosotros. Él la reconoció al instante. Sus ojos se abrieron apenas.

—¿Qué es esto? —preguntó, aunque estaba claro que sí lo sabía.

—Lo que tu padre ha escrito durante meses, cuando no estabas. Lo que tú no querías que nadie más leyera.

Diego tomó la libreta con brusquedad. La hojeó, sus dedos temblando. Vi cómo apretaba la mandíbula con cada línea que pasaba.

—Está delirando —escupió al final—. Tú misma ves la letra. No tiene fuerza, no coordina. ¿Desde cuándo le crees más a él que a mí?

—Desde que lo vi mirarme a los ojos con más lucidez que tú ahora —respondí, sintiendo por primera vez que no tenía miedo—. Desde que parpadeó “sí” cuando le pregunté si tú lo golpeabas. Desde que empecé a ver cosas tuyas que nunca quise ver.

Se rió, una risa seca.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Ir a la policía con esto? ¿Con garabatos de un viejo paralítico que me odia porque finalmente me quedé con la empresa que siempre quiso controlar?

Me dolió que lo dijera tan directamente, pero también era una confesión.

—Voy a proteger a tu padre —dije despacio—. No vas a quedarte solo con él nunca más. Y sí, si hace falta, voy a ir a la policía. Ya hablé con un abogado.

Sus ojos se oscurecieron. Por un momento tuve miedo de que me golpeara a mí también. Pero sólo apretó los puños y se dio media vuelta.

—No sabes con lo que te estás metiendo, Ana —murmuró—. No tienes idea de quién soy yo de verdad.

—Creo que justo ese es el problema —respondí—. Que estoy empezando a saberlo.

Esa noche, dormí en la habitación de huéspedes, con la puerta cerrada con llave y mi móvil bajo la almohada. Llamé a la enfermera y al cuidador y les pedí que, por protocolo, nunca dejaran a Diego solo con su padre. No les di detalles, pero intuyeron que algo grave pasaba. El ambiente en la casa cambió: se volvió denso, tenso, como si las paredes supieran que se había roto algo que no se podía arreglar.

Semanas después, con la asesoría del abogado, hicimos una denuncia formal por sospecha de maltrato. Un médico forense examinó a don Manuel, registró las lesiones, tomó nota de la evolución de los moretones. Diego gritó, amenazó, me llamó traidora. Negó todo. Dijo que yo estaba manipulando a su padre para quedarme con el dinero. Me pidió que retirara la denuncia. Yo no lo hice.

No fue una película. No hubo una confesión espectacular ni un arresto inmediato. Hubo papeleo, entrevistas, miradas de desconfianza, silencios incómodos en la familia. Hubo días en los que dudé. Días en los que me pregunté si de verdad estaba traicionando a un hombre que, hasta entonces, había creído que me amaba.

Pero cada vez que entraba al cuarto de don Manuel, cada vez que veía sus ojos agradecidos, cada vez que revisaba aquellas páginas escritas con tanto esfuerzo, sabía que, al menos, no lo estaba traicionando a él.

Al final, la vida no se resolvió en blanco o negro. El proceso legal sigue su curso, la empresa familiar está en manos de un interventor, y Diego y yo estamos separados. No sé si algún juez llegará a probar lo que sucedió en aquella carretera aquella noche del accidente. No sé si el sistema será capaz de ver a través de las sonrisas correctas y los trajes bien planchados de mi esposo.

Lo que sí sé es que, el día que le quité la camisa a mi suegro, también le quité la máscara a mi matrimonio.

Y, por doloroso que haya sido, volvería a hacerlo.