Fui vendida a un millonario para mantener viva a mi familia

— pero en lugar de sufrimiento, encontré algo que jamás imaginé

En 1966, en un pequeño pueblo rural llamado Serra da Harmonia, en el interior de Minas Gerais, vivía Matilde Alves, una joven de veinte años que nunca había dado un paso fuera de las expectativas de su padre.

Su padre, Walter Alves, era un hombre estricto y orgulloso, un trabajador de campo que creía que el valor de una mujer se medía por su pureza, obediencia y silencio.
Matilde creció escondida detrás de las cortinas — mientras otras chicas de su edad reían, bailaban y soñaban con el amor, ella aprendió solo a coser, cocinar y mantener la mirada baja.

Nunca había tomado la mano de un hombre.
Nunca había hablado a solas con uno.
Su vida no era vivida — era vigilada.

Pero ese año, el desastre llegó.
Una larga sequía devastó el interior de Minas, destruyendo cultivos y ganado.
Walter perdió su empleo en la hacienda, y pronto la despensa quedó casi vacía.

Durante días, Matilde y sus hermanos sobrevivieron con una papilla aguada de maíz.
Los niños lloraban de hambre por las noches.
Su madre, Doña Rosa, lloraba en silencio al amanecer.

Una noche, Matilde escuchó voces provenientes de la sala.
Se acercó con cautela y oyó un nombre: Arthur Silva.

Todos en la región conocían a ese hombre — el hacendado solitario que vivía apartado, en una gran propiedad a las afueras del pueblo.
Tenía 45 años, era rico, respetado, pero misteriosamente solo.
Nadie lo había visto cortejar a una mujer.

Cuando el visitante se marchó, Walter llamó a su hija para que se sentara frente a él.
Su voz temblaba — no por emoción, sino por vergüenza.

— Matilde, — dijo sin mirarla — Arthur Silva ha pedido tu mano en matrimonio.