Matilde quedó inmóvil.
— Pero… yo ni siquiera lo conozco, susurró.
— Es un buen hombre, insistió su padre. Cuidará de ti… y de todos nosotros.
Los ojos hinchados de su madre revelaron lo que él callaba:
no era un matrimonio — era una transacción.
La voz de Matilde tembló.
— ¿Cuánto ofreció?
Walter tragó saliva.
— Dos mil cruzeiros.
El aire le faltó.
Era dinero suficiente para mantener a la familia con vida… al precio de su libertad.
— Padre… ¿me está vendiendo?
El silencio fue su respuesta.
La boda que se sintió como un entierro
Nueve días después, vestida con el traje de novia que Arthur había mandado confeccionar, Matilde caminó hacia el altar sintiendo que avanzaba hacia su propia tumba.
Su primer beso ocurrió frente a desconocidos — sin amor, sin elección.
Esa noche, sus manos temblaban al entrar en la casa de su nuevo marido — una casa grande, silenciosa y fría, llena de ecos y soledad.
Arthur cerró la puerta del dormitorio y dijo en voz baja:
— Matilde… antes de que pase cualquier cosa esta noche, necesito contarte la verdad.
El secreto que cambió todo
Ella lo miró, confundida.
Arthur respiró hondo.
— Tu padre no me vendió una esposa, — dijo suavemente — me vendió una oportunidad de salvar a alguien que merecía algo mejor que la miseria.
Matilde frunció el ceño, sin entender.
Él continuó:
— Fui casado, hace muchos años. Tenía una hija… murió de hambre cuando yo era pobre. Juré que, si algún día volvía a tener dinero, jamás dejaría que otra mujer o un niño pasaran por lo mismo.
Entonces le tendió un sobre.
Dentro había un documento de donación, que garantizaba a la familia de Matilde una casa, tierras y una pensión mensual.
— El dinero que le di a tu padre no fue el precio de una esposa, sino el comienzo de una promesa. Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras. Estudia, aprende, vive. Solo te pido que veas esta casa como un refugio, no como una prisión.