– ¿Qué quieres decir con que no soy feliz?
—No. Te damos la bienvenida, siempre y cuando nos avises. Siempre y cuando respetes nuestros límites. Evelyn necesita paz. Los niños sienten la tensión. Y yo... estoy entre la espada y la pared.
– Sólo quiero ayudarte, Tom.
– Lo sé. Pero tu forma de «ayudar» suele ser controladora. Y eso no ayuda. Nos cansa. Queremos contactarte, pero voluntariamente. No forzados.
Greta guardó silencio un buen rato por primera vez. Miró a su hijo con una expresión desconocida. Quizás con un toque de reproche.
– Quizás… quizás tengas razón. Solo quería sentirme parte de tu vida.
Puedes participar, mamá. Pero tienes que preguntarnos cuándo quieres unirte.
Greta suspiró. No respondió, pero asintió. Fue un gesto pequeño pero significativo.
Por la tarde, todos se sentaron a la mesa en el jardín. Greta les contó a los niños anécdotas de la infancia de Thomas con asombrosa facilidad. Sophie y Lucas rieron. Evelyn, al principio desconfiada, sintió que algo se aflojaba en su interior.
Greta finalmente se rindió. Se levantó y tomó su maleta.
Gracias por invitarme. Te llamaré antes de mi próxima visita. Lo prometo.
Evelyn sonrió:
– Nos encantaría que nos lo hicieras saber.
Tomás abrazó a su madre.
– Te quiero, mamá. Pero amar es saber poner límites.
– Y te amo, Tom. Y creo que… solo ahora lo entiendo.
Mientras su coche se escondía detrás de la curva, la familia permaneció en un silencio tranquilo, pero ya no pesado, sino ligero, como el aire de la tarde.
Evelyn estrechó la mano de Thomas.
–Tal vez sea un nuevo comienzo.…
“El principio, donde escribimos las reglas”, respondió Tomás con calma.