HISTORIA REAL: ÉL ME AGARRÓ POR DETRÁS Y YO LE DIJE POR DETRÁS NO… ¡MIRA LO QUE PASÓ!

 

” Y doña Remedios completaba, “Ay, Carmen, los hombres después de los 50 ya no son la misma cosa. Se vuelven más serios, más concentrados en el trabajo. Hay que entenderlos.” Pero yo no quería conformarme. Sentía que todavía había vida en mí, bondad de sentir mariposas en el estómago, de ser deseada, de conversar hasta altas horas, de reírme hasta que me doliera la panza. Era un pensamiento que me daba hasta culpa en esa época, porque había sido educada para creer que una mujer casada, madre de familia, católica, practicante, no podía andar pensando en esas cosas.

Pero ahí estaba el pensamiento, creciendo dentro de mí como una semillita que había encontrado tierra fértil. ¿Sería posible que hubiera algo más para mí? Sería posible que mereciera más que esta vida gris rutinaria sin chispa. Fue la noche del 15 de marzo de 1998 cuando todo cambió para siempre. Habíamos cenado en silencio como siempre. Yo había hecho chiles rellenos, uno de los platillos que más le gustaban a Roberto, esperando tal vez provocar alguna conversación, algún elogio, alguna muestra de aprecio, pero él comió sin comentarios, viendo las noticias de Televisa, masticando mecánicamente mientras yo lavaba los trastes que íbamos usando.

Después de cenar, Roberto se fue a bañar como todas las noches. Yo terminé de limpiar la cocina, guardé los trastes, limpié la estufa, barrí el piso. Era mi rutina de siempre. Después me fui al cuarto a cambiarme el vestido por mi camisón, a desmaquillarme, a cepillarme el cabello. Roberto salió del baño envuelto en su toalla, se puso la pijama y se acostó a ver televisión. Yo estaba en el baño lavándome los dientes cuando lo sentí llegar por detrás.

Al principio pensé que tal vez quería platicar que había decidido ser cariñoso después de tanto tiempo de frialdad. Pero cuando puso las manos en mi cintura y empezó a besarme el cuello de esa forma brusca, áspera, sin delicadeza, me di cuenta de que tenía otras intenciones. Sus manos no acariciaban. apretaban. Su boca no besaba con cariño, mordisqueaba como si fuera un animal. “Roberto”, le dije volteándome y apartándolo un poco. Estoy cansada. Mañana tengo que entregar tres vestidos de quinceañera.

La señora Guadalupe viene temprano por el de su hija. Pero él no me estaba escuchando. Tenía esa mirada que ya conocía demasiado bien, la mirada de cuando decidía que era su derecho como esposo y punto. Una mirada fría, determinada, como la que ponía en la maquiladora cuando daba órdenes que no se podían discutir. me empezó a jalar hacia el cuarto, tomándome del brazo con más fuerza de la necesaria. Ándale, Carmen, hace mucho que no, gruñó Roberto. De verdad, estoy muy cansada, insistí tratando de soltarme, pero él ya me estaba arrastrando.

No seas ridícula, me dijo con esa voz que no admitía réplica. Soy tu marido. En el cuarto empezó a quitarme el camisón sin delicadeza. sin cariño, como si yo fuera un objeto que había que desvestir rápidamente para usar. Sus manos estaban ásperas, frías, ansiosas. No había caricias, no había besos tiernos, no había palabras de amor. Era pura necesidad física, como quien usa una herramienta para resolver un problema. Yo me dejé porque era mi marido, porque después de 22 años de matrimonio, una aprende que hay batallas que no vale la pena pelear, porque así me habían enseñado mis papás, mis tías, la sociedad entera, que una esposa no debe negarle nada a su marido.

Pero cuando me volteó boca abajo y vi pretendía hacer, algo dentro de mí se reveló completamente. le dije firmemente volteándome hacia él. Por atrás, no, Roberto, eso no me gusta, me lastimas. Él se ríó de una forma que me heló la sangre hasta los huesos. Era una risa cruel, burlona, como si mi negativa fuera un chiste infantil. ¿Desde cuándo tú decides, Carmen?, me dijo con esa voz fría que me daba miedo. Soy tu marido. Esto es lo que quiero.

Pero, Roberto, no me gusta así. Me duele. Me lastimas. Podemos hacer otra cosa. Insistí tratando de mantener la calma, tratando de negociar como si fuéramos dos adultos civilizados, pero él ya había tomado su decisión. Te vas a acostumbrar”, dijo. Y siguió con su plan como si yo no hubiera hablado. Fue entonces cuando pasó lo que me cambió la vida para siempre. Me agarró por detrás con fuerza, sujetándome las muñecas contra la cama para que no me moviera, sin importarle que yo le dijera que no, que me dolía, que no quería, que por favor parara.

Yo seguía diciéndole por atrás, “No, Roberto, por favor, me duele mucho.” Pero él no paró. Sus manos me lastimaban, su peso me aplastaba, su respiración agitada en mi oído me daba asco. Me forzó de una manera que nunca había hecho antes, como si fuera su derecho absoluto a hacer conmigo lo que se le ocurriera, como si mi dolor, mi negativa, mis lágrimas no significaran absolutamente nada. Cuando traté de moverme, me sujetó más fuerte. Cuando traté de hablar, me dijo, “Cállate ya.” Cuando lloré me ignoró completamente.