Cuando terminó, se levantó, se limpió con mi toalla como si nada hubiera pasado, se puso la pijama y se acostó a ver televisión. Buenas noches”, me dijo, “como si acabáramos de tener una noche normal de intimidad matrimonial, como si no hubiera pasado nada extraordinario, como si no me hubiera violado en mi propia cama.” Yo me quedé ahí dolida físicamente, sangrando un poco, destrozada emocionalmente, entendiendo que algo había cambiado para siempre en nuestra relación. Mi propio esposo, el hombre que se suponía me tenía que amar y proteger, me había forzado a hacer algo que yo no quería.
Había ignorado completamente mi negativa. Me había tratado como si yo no tuviera voz ni voto sobre mi propio cuerpo. Me fui al baño a limpiarme, a curar mis heridas, a tratar de entender qué había pasado. En el espejo vi a una mujer que no reconocía, despeinada, con los ojos rojos de llorar, con marcas en las muñecas donde Roberto me había sujetado. Era la imagen de una mujer que había sido abusada, pero había sido abusada por su propio marido, en su propia casa, en su propia cama.
Esa noche lloré en silencio hasta que amaneció acostada lo más lejos posible de Roberto, que roncaba tranquilamente como si tuviera la conciencia limpia. No era solo el dolor físico, aunque ese era terrible. Era la humillación, la rabia, la traición. La sensación de haber sido violada por el hombre que se suponía me tenía que amar y respetar más que nadie en el mundo. Los días siguientes fueron horribles. Roberto actuaba como si nada hubiera pasado. Se levantaba, desayunaba leyendo el periódico, se iba al trabajo, regresaba, cenaba viendo televisión, se bañaba, se dormía.
Rutina completamente normal. Pero yo no podía olvidar lo que había pasado. Cada vez que me veía en el espejo, veía a una mujer humillada, violentada. Cada vez que él me tocaba, aunque fuera por accidente, al pasarme la sal en la mesa, yo me estremecía completamente. Pensé en hablar con alguien, pero ¿con quién? Con mi mamá. Ella era de la generación que creía que los problemas del matrimonio se arreglan en casa, que una mujer casada no debe andar contando intimidades.
Lo que pasa entre marido y mujer es sagrado. Siempre decía con mis amigas de la iglesia, ellas me dirían que es mi deber como esposa, que hay que aguantar, que los hombres tienen necesidades diferentes con mis hijos. Jamás en la vida les contaría algo así a Miguel Ángel y Paloma. No quería que perdieran el respeto por su papá. No quería ser responsable de romper la imagen que tenían de su familia. Pasaron dos semanas y Roberto volvió a intentarlo.
Yo estaba doblando ropa en el cuarto cuando llegó por atrás otra vez. Esta vez cuando me empezó a voltear le dije claramente, “No, Roberto, te dije que no me gusta así. Me lastimas.” Carmen, “No seas ridícula.” me contestó con impaciencia, como si estuviera siendo caprichosa. Soy tu marido, tengo derecho. Esto es normal entre marido y mujer. Tener derecho no significa que puedas forzarme, le dije tratando de mantener la dignidad en la voz. Puedes tener derecho a mi cuerpo, pero no a lastimarme, no a ignorar lo que yo siento.
Pero él no me hizo caso. Otra vez me sostuvo con fuerza cuando traté de resistirme. Otra vez ignoró mis protestas. Otra vez hizo lo que quiso sin importarle lo que yo sentía. Esa segunda vez algo se rompió definitivamente dentro de mí. Entendí que Roberto no me veía como una persona con derechos, con sentimientos, con dignidad. Me veía como una propiedad, como algo que había comprado con el anillo de matrimonio y que podía usar como se le antojara.
Entendí que para él ser mi esposo le daba carta blanca para hacer conmigo lo que quisiera, sin mi consentimiento, sin importarle mi comodidad, sin respetar mi dignidad como mujer. La tercera vez que lo intentó tres semanas después fue diferente. Roberto llegó del trabajo más temprano de lo normal con esa mirada que ya yo conocía. Había bebido un poco, no estaba borracho, pero sí tenía esa confianza extra que le daba el alcohol. Yo estaba en la cocina preparando la cena cuando me agarró por detrás y empezó con lo mismo.
Esta vez no me dejé. Cuando me empezó a voltear, yo me zafé con fuerza. No le grité. Te dije que no. Él se enojó como nunca lo había visto. Su cara se puso roja. Las venas del cuello se le marcaron, los puños se le cerraron. ¿Qué te pasa, Carmen? ¿Desde cuándo te pones así conmigo? Desde que decidí que merezco respeto en mi propia casa. Le contesté con una valentía que no sabía que tenía. La discusión que siguió fue brutal.