La peor pelea de nuestros 22 años de matrimonio. Roberto me gritó que era su esposa, que era mi obligación como mujer casada, que él trabajaba todo el día para mantenerme y tenía derecho a lo que quisiera de mí. “Eres mi mujer”, me gritó. “Te casaste conmigo para esto también. Me casé contigo para ser tu compañera, no tu esclava”, le grité de vuelta. Le grité que ser esposa no me convertía en su propiedad, que mi cuerpo era mío y que si no respetaba mi negativa, si no podía hacer el amor conmigo de una forma que no me lastimara, entonces tendríamos problemas muy serios.
¿Me estás amenazando? me preguntó con esa voz fría que me daba miedo, acercándose a mí de una forma intimidante. “Te estoy avisando”, le respondí con una valentía que me sorprendió a mí misma. “Si me vuelves a forzar, si me vuelves a lastimar así, si me vuelves a ignorar cuando te digo que no, voy a tomar decisiones que tal vez no te gusten. ” ¿Como qué decisiones? Ya lo verás. si sigues faltándome al respeto. Esa noche Roberto durmió en el sillón de la sala por primera vez en nuestros 22 años de matrimonio y así se quedó durante una semana completa.
No hablábamos más que lo indispensable. ¿A qué hora vienes a comer? Necesito dinero para el mercado. Miguel Ángel habló. La tensión en la casa era tan densa que se podía cortar con cuchillo. Pero por primera vez en meses yo me sentía en paz en mi propia cama. Fue durante esa semana de silencio y distancia que tomé una decisión que cambiaría mi vida para siempre. Estaba sentada en mi máquina de coser, terminando un vestido de novia para la hija de la señora Esperanza.
Cuando me di cuenta de algo muy claro, no iba a seguir viviendo con un hombre que no me respetaba como persona. No iba a seguir fingiendo que todo estaba bien cuando en realidad estaba siendo abusada en mi propia casa por el hombre que se suponía me tenía que amar más que nadie. Esa noche, cuando Roberto regresó a dormir al cuarto, como si nada hubiera pasado, como si la semana de castigo hubiera sido suficiente para que yo entrara en razón, yo ya tenía mi plan.
No iba a permitir ni una vez más que me faltara al respeto de esa manera. Era hora de tomar el control de mi vida, aunque eso significara enfrentar el miedo, el qué dirán, la incertidumbre económica y la posibilidad de quedarme sola a los 45 años. El momento decisivo llegó un sábado por la mañana de abril. Roberto estaba desayunando, leyendo el periódico como todos los sábados, cuando me senté frente a él con una determinación que nunca había sentido antes.
Había pasado toda la noche despierta, pensando en lo que le iba a decir, preparándome mentalmente para la confrontación que sabía que venía. Roberto, le dije con voz firme, tenemos que hablar muy seriamente. Él levantó los ojos del periódico con fastidio, como si yo fuera una mosca molesta que estaba interrumpiendo su momento de paz. Ahora, ¿qué, Carmen? ¿Otra vez vas a estar con lo mismo. Voy a estar con lo mismo hasta que lo entiendas, le respondí. Y si no lo entiendes, vamos a tener que tomar decisiones muy difíciles.
¿A qué te refieres? Me preguntó. Pero ya había algo en su voz que me dijo que sabía perfectamente a qué me refería. Me refiero a que las cosas van a cambiar en esta casa. O aprendes a respetarme como tu esposa, como la madre de tus hijos, como una mujer que merece dignidad o vamos a tener que separarnos. Las palabras salieron de mi boca con una claridad que me sorprendió. Había estado practicándolas en mi mente, pero al decirlas en voz alta sonaban tan definitivas, tan reales.
La cara que puso Roberto fue de sorpresa total. Se quedó con el tenedor a medio camino hacia la boca, los ojos bien abiertos, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando. Separarnos. ¿Estás loca, Carmen? No estoy loca, Roberto. Estoy harta. Harta de qué? De tener casa, comida, un marido que trabaja para mantenerte. Harta de que me trates como si fuera tu propiedad. Harta de que hagas conmigo lo que se te antoje sin importarte si yo quiero o no.
Harta de vivir con un hombre que no me respeta. Roberto dejó el tenedor en el plato y me miró como si estuviera viendo a una extraña. Carmen, estás exagerando. Somos marido y mujer. Es normal lo que hacemos. No es normal forzar a tu esposa, Roberto. No es normal ignorar cuando te dice que no. No es normal lastimar a la persona que se supone amas. Ay, Carmen, no seas dramática. Todas las parejas pasan por esto. En serio, le pregunté.
¿Tú crees que todas las mujeres se van a acostar llorando porque sus maridos las forzaron? ¿Tú crees que todas las esposas tienen marcas en las muñecas porque sus maridos las sujetaron para que no se movieran? Roberto se quedó callado porque sabía que no tenía respuesta para eso. La conversación se alargó por horas. Roberto alternaba entre diferentes estrategias. Primero las disculpas. Perdóname, Carmen, no me di cuenta de que te lastimaba. Después las promesas de cambio, te juro que va a ser diferente.
Luego la minimización del problema. Estás haciendo una tormenta en un vaso de agua. Y finalmente las amenazas veladas. Los hijos van a estar muy decepcionados. contigo. ¿Qué va a decir la gente cuando sepan que dejaste a tu marido por eso? Una mujer de tu edad, ¿a dónde crees que vas a ir? Pero yo ya había tomado mi decisión y nada de lo que dijera me iba a hacer cambiar de opinión. Los hijos van a entender que su mamá merece respeto le dije con firmeza.
La gente puede pensar lo que quiera. Yo no vivo para darle gusto a los vecinos y a mi edad. Puedo ir a donde se me dé la gana porque soy una mujer libre y tengo derecho a vivir con dignidad. Le di un ultimátum claro. O iba a terapia conmigo para aprender a tratarme con respeto, para entender que en una relación de pareja los dos tienen que estar de acuerdo o nos separábamos. Roberto, le dije mirándolo a los ojos, si de verdad me amas, si de verdad quieres salvar este matrimonio, vamos juntos con un psicólogo que nos ayude a comunicarnos mejor.
Roberto, orgulloso como era, se negó rotundamente. No estoy loco para ir a que un desconocido me diga cómo tratar a mi esposa, me dijo con desprecio. Eso es cosa de ricos que no tienen problemas reales. Entonces, ya no soy tu esposa, le respondí con una tranquilidad que me sorprendió a mí misma. Esa misma tarde empecé a hacer las llamadas necesarias primero a mis hijos para explicarles la situación sin entrar en detalles demasiado íntimos, pero siendo honesta sobre el problema fundamental.
Fue la conversación más difícil de mi vida. Hijo, le dije a Miguel Ángel cuando contestó el teléfono, necesito platicar contigo sobre algo muy serio. ¿Qué pasa, mamá? ¿Estás bien? Su voz se escuchaba preocupada. “Tu papá y yo nos vamos a separar”, le dije sin rodeos. El silencio del otro lado de la línea duró una eternidad. ¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué pasó, hijo? Tu papá y yo ya no nos entendemos. Hemos tenido problemas serios de respeto y ya no podemos seguir juntos.
Pero mamá, ustedes llevan 22 años casados, no pueden arreglarlo. Ya lo intenté, Miguel Ángel. Le pedí que fuéramos a terapia, que conversáramos, que encontráramos una solución, pero él no quiere cambiar. Miguel Ángel me hizo 1000 preguntas tratando de entender, tratando de encontrar una solución. Es por otra mujer, mamá. No, hijo. Es porque tu papá no me respeta como mujer, como persona. ¿Te pegó? No me pega, pero hay otras formas de lastimar a una persona. Mamá, yo no entiendo.