HISTORIA REAL: ÉL ME AGARRÓ POR DETRÁS Y YO LE DIJE POR DETRÁS NO… ¡MIRA LO QUE PASÓ!

 

Era la primera vez que lo veía llorar desde el día que nació Miguel Ángel. Carmen me dijo, prometo que va a ser diferente. Nunca más voy a hacer eso. Roberto, ya es muy tarde, le respondí con tristeza, porque de verdad me dolía ver a ese hombre que había amado durante tantos años en esa situación. El daño ya está hecho. Y lo peor es que tardaste tres veces en entender que cuando una mujer dice no es no. Tardaste 22 años en darte cuenta de que tu esposa merece respeto.

Pero Carmen, podemos empezar de nuevo. No, Roberto, yo ya no puedo confiar en ti. Cada vez que me toques voy a recordar esas noches. Cada vez que me digas que me amas, voy a recordar cómo ignoraste mis lágrimas. No se puede construir una relación sobre esa base. La noticia de nuestra separación se extendió por el barrio como pólvora. En Guadalajara, en 1998, una mujer de 45 años que dejaba a su marido después de 22 años de matrimonio era un escándalo mayúsculo.

Las versiones fueron variando y multiplicándose como en el juego del teléfono descompuesto, que si yo me había vuelto loca, que si tenía otro hombre, que si estaba pasando por la menopausia y por eso estaba tan alterada que si Roberto me había pegado, que si había otra mujer de por medio. Las señoras de la iglesia fueron las más crueles con sus comentarios. Doña Esperanza, que había sido mi amiga por años, me abordó después de la misa del domingo.

Carmen me dijo con esa voz de quien va a dar un consejo muy sabio. Una mujer casada tiene que aguantar. El matrimonio no es solo miel sobre hojuelas. Hay que saber sufrir en silencio. Aguantar no significa ser abusada, esperanza. Le respondí tratando de mantener la compostura. Roberto es un buen hombre. No seas exagerada. Todos los hombres son así después de tantos años. Un buen hombre no fuerza a su esposa Esperanza. Un buen hombre respeta cuando su mujer le dice que no.

Doña Esperanza me miró como si estuviera hablando en chino. Ay, Carmen, esas son ideas modernas. Nosotras, las mujeres de antes sabíamos aguantar. Esperanza. Aguantar maltratos. No es una virtud, es una tragedia. Doña Remedios, otra de las señoras del grupo de oración, también me dio su opinión no solicitada. Carmen, mi hija, tú ya estás grande para andar de caprichosa. ¿A dónde vas a ir? ¿Quién te va a mantener? Remedios. Tengo manos para trabajar. Tengo cerebro para pensar. Tengo dignidad para no aceptar maltratos.

No necesito que nadie me mantenga. La presión social fue terrible durante esas primeras semanas. Había días en que dudaba de mi decisión. ¿Estaría exagerando? Era normal lo que Roberto me había hecho. Tenía derecho a separarme por eso. No sería mejor aguantar por el bien de la familia, por las apariencias, por la estabilidad. Pero cada vez que me hacía esas preguntas, recordaba esas noches de humillación y dolor. Recordaba la sensación de estar siendo violada por mi propio esposo.

Recordaba las marcas en mis muñecas. Recordaba mis lágrimas ignoradas y sabía que había hecho lo correcto. Me mudé temporalmente con mi hermana Rosa a Morelia en mayo de 1998. Fueron tres meses de mucha reflexión, de llorar, de sanar, pero también de redescubrir quién era yo sin Roberto. Rosa me ayudó a ver que había perdido mi identidad en el matrimonio, que me había vuelto solo la esposa de Roberto, en lugar de ser Carmen Esperanza Morales, una mujer completa por sí misma.

Hermana, me decía Rosa mientras tomábamos café en su cocina. Tienes 45 años, no 85. Tienes toda una vida por delante. Puedes empezar de nuevo, puedes ser feliz de verdad. Puedes encontrar a un hombre que te trate como mereces. Y tenía razón. Por primera vez en años me levantaba sin esa sensación de peso en el pecho, sin esa ansiedad de no saber qué humor iba a tener Roberto, sin la preocupación de tener que complacerlo para evitar conflictos. No tenía que caminar en puntas de pie en mi propia casa, no tenía que aguantar cosas que no quería hacer.

Era libre. En Morelia, Rosa me llevó a conocer su grupo de amigas, mujeres trabajadoras, independientes, algunas divorciadas, otras solteras, todas con historias interesantes. Por primera vez en décadas tuve conversaciones de adulto a adulto, donde mi opinión importaba, donde no tenía que pedir permiso para opinar. Una de las amigas de Rosa, la licenciada Patricia, que era abogada especializada en derechos de las mujeres, me ayudó a entender algo muy importante. Carmen me dijo una tarde, “Lo que te hizo Roberto tiene nombre.