Se llama violencia sexual dentro del matrimonio. No es normal, no es legal y definitivamente no es algo que tengas que aguantar. Pero somos casados”, le dije confundida. “El matrimonio no le da derecho a un hombre de forzar a su esposa”, me explicó Patricia. En México la violación dentro del matrimonio está penada por la ley desde 1991. Lo que te hizo Roberto es un delito. Esa información me cambió la perspectiva completamente. No era yo la que estaba exagerando.
No era yo la que estaba siendo caprichosa o difícil. Era Roberto el que había cometido un delito, el que había cruzado una línea que no se debe cruzar nunca. Cuando regresé a Guadalajara tres meses después, ya había tomado la decisión definitiva de no volver con Roberto. Tenía las ideas claras, el corazón sanado y un plan para mi nueva vida. Renté un departamento pequeño, pero bonito en la colonia americana, cerca del centro, donde podía caminar a la iglesia, al mercado, a los lugares que necesitaba.
Era la primera vez en mi vida que vivía sola y fue aterrador, pero también tremendamente liberador. Podía decorar como quisiera, comer lo que se me antojara, ver la televisión que me gustara, acostarme y levantarme a la hora que quisiera. Nadie me iba a criticar, nadie me iba a exigir, nadie me iba a forzar a hacer nada. Roberto intentó reconquistarme varias veces durante esos primeros meses. Aparecía en mi nuevo trabajo con flores, me mandaba cartas prometiendo cambiar. hasta llegó a la iglesia donde yo iba solo para hablar conmigo.
Llegó a buscarme a mi departamento llorando, suplicando, prometiendo que todo iba a ser diferente. Carmen me decía arrodillado en la puerta de mi departamento. Te juro por mis hijos que nunca más te voy a faltar al respeto. Te juro que voy a cambiar, Roberto. Es muy tarde”, le respondía con firmeza, pero sin crueldad. El daño ya está hecho y yo ya no puedo confiar en ti. “¿Fuiste a terapia como te pedí?”, le pregunté una vez que vino a buscarme a mi trabajo.
“Carmen, no necesito terapia. Puedo cambiar solo. Solo dame una oportunidad. Si pudieras cambiar solo, ya lo habrías hecho en 22 años de matrimonio. Dame una oportunidad, por favor. por todos los años que vivimos juntos. Ya tuviste 22 años de oportunidades, Roberto. Ya no hay más. Hubo un momento en que casi me convenció. Fue en diciembre de 1998 cuando estábamos tramitando el divorcio. Roberto llegó a mi departamento en Nochebuena con regalos, con lágrimas en los ojos, recordándome todas las Navidades que habíamos pasado juntos.
todos los momentos bonitos de nuestro matrimonio. Carmen me dijo sentado en mi sala, ¿te acuerdas de nuestra primera Navidad de casados? Teníamos tan poco dinero que el regalo que nos dimos fue una cena en casa con velas. Me acuerdo, Roberto. ¿Te acuerdas cuando nacieron los niños? ¿Te acuerdas de lo felices que éramos? También me acuerdo, Roberto. Entonces, ¿por qué no podemos volver a ser felices? ¿Por qué no podemos empezar de nuevo? Porque hay cosas que no se pueden borrar, Roberto.
Porque ya no puedo mirarte sin recordar esas noches. Porque ya no puedo confiar en que me vas a respetar cuando te diga que no. Fue una conversación muy triste, muy dolorosa para los dos. Porque había amor ahí todavía, cariño por todos esos años compartidos, pero ya no había respeto y sin respeto el amor no es suficiente. El divorcio seó en abril de 1999, casi un año después de que tomé la decisión de separarme. Fue un proceso doloroso, largo, lleno de abogados y papeles y discusiones sobre dinero y propiedades.
Roberto se quedó con la casa donde habíamos vivido tantos años, donde habían nacido nuestros hijos, donde habían pasado tantas cosas buenas y al final también las malas. Yo me quedé con mi libertad, con mi dignidad recuperada y con la certeza absoluta de que había hecho lo correcto, lo más importante. Me quedé con la certeza de que nunca más iba a permitir que nadie me faltara al respeto de esa manera. Nunca más iba a callarme cuando algo no me pareciera bien.
Nunca más iba a aguantar maltrato por mantener las apariencias o por miedo a quedarme sola. Los primeros años de vida independiente fueron difíciles económicamente. Tuve que trabajar extra duro con mis costuras para mantenerme aceptando encargos de vestidos de quinceañera, de novia, de primera comunión. También empecé a dar clases de costura en mi departamento para tener ingresos extra, pero cada peso que ganaba era mío, cada decisión que tomaba era mía. Cada noche que me acostaba era en paz.
Trabajé también como empleada en una tienda de telas del centro por las mañanas. La dueña, la señora Guadalupe, era una mujer mayor que había enviudado joven y había sacado adelante su negocio sola. Ella se convirtió en una especie de mentora para mí. Carmen me decía, una mujer que se respeta a sí misma puede lograr lo que se proponga. No necesitas marido para ser feliz, necesitas dignidad. En el 2001, 3 años después de la separación, algo maravilloso pasó en mi vida.