Conocí a Fernando en una clase de baile que había empezado a tomar los sábados en un centro comunitario cerca de mi casa. Rosa me había insistido mucho en que tomara esa clase. Hermana, me decía, tienes que salir, conocer gente, divertirte. La vida no se acaba a los 48 años. Fernando era viudo. Tenía 52 años. Había perdido a su esposa por cáncer 2 años antes. Era un hombre dulce, tranquilo, trabajaba como contador en una empresa de transportes. Lo que más me llamó la atención de él desde el primer día fue su caballerosidad, su forma respetuosa de tratarme.
En la clase de baile, cuando las parejas tenían que cambiar, Fernando siempre me preguntaba, “¿Le molesta si la saco a bailar, señora Carmen?” Cuando me tomaba de la mano para el bals, lo hacía con delicadeza, sin apretarme, sin lastimarme. Cuando conversábamos en los descansos, me escuchaba con atención real. Me hacía preguntas sobre mi vida, mis gustos, mis opiniones. Fue un cortejo lento, respetuoso, hermoso. Fernando me invitó a tomar café después de la clase, después a almorzar, después a caminar por el centro los domingos.
Siempre me trataba como a una dama, siempre me pedía mi opinión sobre todo. Siempre me hacía sentir valorada e importante. Lo más hermoso de Fernando era que me trataba como a una reina. Nunca en los 5 años que estuvimos juntos antes de que él falleciera de un infarto en 2006, me forzó a hacer algo que yo no quisiera. Siempre me preguntaba si estaba bien, si me gustaba, si me sentía cómoda. Carmen, me decía Fernando, una mujer que dice, no hay que respetarla.
No hay discusión. Con él aprendí que la intimidad puede ser hermosa cuando hay respeto mutuo, cuando los dos están de acuerdo, cuando nadie está siendo forzado, cuando hay amor verdadero y consideración por los sentimientos del otro. Fernando me acariciaba como si fuera de cristal, me besaba como si fuera la primera vez. Me hacía el amor como si fuera un regalo que yo le estaba dando, no algo que él tenía derecho a tomar. Mi amor, me decía Fernando después de hacer el amor.
Gracias por permitirme amarte así. Esas palabras me sanaron heridas que yo no sabía que todavía tenía. Me enseñaron que el sexo puede ser una expresión de amor, no una imposición de poder. Roberto se volvió a casar en el 2003 con una mujer más joven, una muchacha de 32 años que conoció en su trabajo. Según me contaron las vecinas que aún tenía en común con él, duró solo 2 años. Parece que ella tampoco aguantó sus actitudes controladoras. Después se juntó con otra señora, una viuda con hijos, pero tampoco funcionó.
Al final se quedó solo. Cuando Fernando murió en 2006, Roberto apareció en el velorio, se acercó a mí y me dijo, “Siento mucho tu pérdida, Carmen. Se veía que era un buen hombre. Gracias, Roberto. Era un hombre que me respetaba. Carmen, yo yo quiero que sepas que me arrepiento de todo. Ya entendí lo que me quisiste decir. Me da mucho gusto que lo hayas entendido, Roberto. Espero que ahora puedas ser feliz. Roberto murió solo en 2015 de cirrosis hepática.
Había empezado a beber mucho después de que su segunda relación fracasó. Fui a su funeral por respeto a mis hijos, que lo necesitaban en ese momento, pero no sentí tristeza. Sentí paz de saber que había tomado la decisión correcta años atrás de haber elegido mi dignidad por encima del miedo a quedarme sola. Después de la muerte de Fernando, volví a vivir sola, pero ya no con miedo, sino con la tranquilidad de saber que podía cuidarme sola. Seguí trabajando con mis costuras hasta los 65 años, cuando finalmente me jubilé.
Mis hijos, que al principio habían tenido dudas sobre mi decisión, con el tiempo entendieron que había hecho lo correcto. Miguel Ángel, ya siendo un hombre maduro, casado, con hijos propios, me dijo una vez, “Mamá, yo no sabía en ese momento lo que estaba pasando en tu matrimonio, pero ahora que soy adulto, entiendo que hiciste lo correcto. Ninguna mujer debe aguantar lo que tú aguantaste. Paloma, también ya madre de familia, me dijo algo parecido. Mamá, gracias por enseñarme que una mujer tiene derecho a ser respetada.
Eso me ha ayudado mucho en mi matrimonio. Ahora, a mis 72 años, viviendo aquí en mi departamento de la americana, que tanto amo, rodeada del amor de mis hijos, nietos y bisnietos, puedo decir sin dudas que aquella noche del 15 de marzo de 1998 fue el principio de mi verdadera vida. Fue la noche en que aprendí que nadie, ni siquiera tu esposo, tiene derecho a hacer contigo lo que tú no quieres. Fue la noche en que entendí que el respeto no se negocia, que la dignidad no tiene precio, que es mejor estar sola que mal acompañada.