Yo la vi. Hablé con ella. La señora doña Josefa Montiel no estaba enferma, estaba lúcida, triste, pero viva. El silencio se estiró hasta doler. Héctor se sentó lentamente, incapaz de procesarlo. Todo su cuerpo temblaba. Pero la clínica me envió un certificado de defunción. Lo sé, dijo Dolores. El doctor Villalobos lo firmó, pero él no la revisó. Nunca la revisó. Héctor apretó los puños. Cada palabra era una daga que perforaba años de culpa. Recordó el día del funeral, la caja cerrada, el peso sospechoso.
Recordó las lágrimas perfectas de Jimena, la prisa por enterrarla. Todo encajaba. ¿Dónde está ahora mi madre?, preguntó casi suplicando. Dolores bajó la mirada. No lo sé, señor. Cuando me despidieron, dijeron que la habían trasladado, pero nadie supo decir a dónde. Héctor se levantó de golpe. No puedo quedarme sentado dijo con una furia contenida. Voy a encontrarla. Y si descubro que alguien la lastimó, Dolores lo interrumpió suavemente. No actúe con ira, señor. Su madre siempre decía que la verdad no necesita gritar, solo necesita ser escuchada.
Esa noche la mansión no durmió. Héctor revisó documentos, llamadas, correos antiguos. Encontró los recibos de los pagos que Jimena hacía a la clínica, todos con su firma. Y en uno de ellos, el nombre del doctor Villalobos aparecía repetido como garante. La rabia lo consumía. A cada paso, el eco del piano en su cabeza se hacía más fuerte, como si su madre tocara desde algún lugar escondido pidiendo justicia. Cuando Jimena llegó, encontró a Héctor en el despacho con la mirada fija en los papeles.
¿Qué haces despierto a estas horas?, preguntó dejando su bolso sobre la mesa. Buscando respuestas, dijo él sin levantar la vista. Respuestas. ¿De qué hablas? Héctor respiró profundo y colocó el rosario sobre el escritorio. De esto, Jimena lo miró sin entender. ¿Qué es eso? El rosario de mi madre. Y él la observó con una calma que dolía. Una empleada de la clínica Vino hoy. Dice que mi madre nunca murió, que tú pagaste para mantenerla encerrada como si estuviera loca.
El rostro de Jimena se contrajo. Por un instante, el aire se volvió pesado. Intentó reír, pero la voz le tembló. ¿De qué hablas, Héctor? ¿Tú me crees capaz de algo así? Él golpeó la mesa con fuerza. Capaz de eso y demás. Desde que te casaste conmigo, trataste de borrar todo lo que me unía a ella. No soportabas que la quisiera más que a ti. Jimena se acercó despacio con los ojos vidriosos. Ella me odiaba, gritó. Nunca me aceptó.
Decía que no era digna de su hijo. ¿Sabes lo que se siente vivir con alguien que te mira como si fueras una intrusa, Héctor? Apretó los dientes. Eso no te daba derecho a robarle la vida. Jimena bajó la voz, susurrando como si hablara consigo misma. Yo solo quería paz. Solo quería que dejara de meterse. El doctor dijo que podía ayudar. Solo un tiempo y luego todo se salió de control. Las lágrimas comenzaron a correrle por el rostro, pero ya era tarde.