¡JEFE, SU MADRE ESTÁ VIVA LA VI EN EL MANICOMIO!— GRITÓ LA EMPLEADA AL VER EL RETRATO EN LA MANSIÓN

Cada paso resonaba con un eco de culpa. Dolores caminaba detrás de él rezando en silencio. Cuando llegaron a la habitación 217, Héctor se detuvo. Su mano temblaba sobre la manija. Durante años había imaginado ese momento y sin embargo, el miedo a no encontrarla era casi insoportable. Dolores le dio una ligera palmada en el hombro. Entre, señor. Ella lo está esperando. Aunque no lo sepa. La puerta se abrió despacio. Dentro. Una mujer de cabello gris estaba sentada junto a la ventana mirando la lluvia.

Llevaba un chal de lana sobre los hombros y un rosario entre los dedos. Su perfil, aunque más delgado, seguía siendo el mismo. “Mamá”, susurró Héctor apenas un hilo de voz. Ella giró lentamente. Sus ojos, cansados parpadearon con incredulidad. El rosario cayó al suelo. Héctor, dijo temblando. Su voz se quebró en una mezcla de asombro y ternura. Él dio un paso, luego otro, hasta arrodillarse frente a ella. Perdóname, sozó. Perdóname por haber creído que te había ido, por no haber buscado, por no haberte protegido.

Doña Josefa acarició su rostro con las manos temblorosas. No, hijo, no tienes que pedirme perdón. El perdón es para los que olvidan y yo nunca te olvidé. Ambos se abrazaron con fuerza, llorando en silencio. El tiempo, por un instante, se las paredes parecían respirar con ellos. Dolores, observaba desde la puerta conteniendo las lágrimas. Había soñado con ese momento durante años. Y ahora verlos así era como presenciar un milagro que el mundo ya no esperaba. Héctor permaneció horas con su madre.

Le contó todo. La mentira, la falsificación, la traición de Jimena. Ella lo escuchó sin rabia, solo con tristeza. Hijo, dijo al final, no dejes que el odio te robe lo poco que queda de ti. La justicia vendrá, pero no a costa de tu alma. Esa noche, Héctor pidió el alta médica para trasladarla a su casa. La administración del lugar se resistió, pero cuando mostró los documentos y el nombre del detective Ricardo Salgado, no hubo objeciones. Había contratado a Ricardo esa misma semana y el hombre ya tenía pruebas suficientes para llevar el caso ante las autoridades.

Cuando salieron del edificio, el viento era frío, pero el cielo comenzaba a despejarse. Doña Josefa respiró profundo, cerrando los ojos. Había olvidado el olor del aire libre. dijo sonriendo. Y Héctor, con la voz aún quebrada respondió, “Nunca más vas a olvidarlo, mamá.” De regreso en la mansión, el silencio los recibió como un viejo fantasma. Jimena no estaba. se había ido esa misma mañana dejando solo una nota. Perdóname, Héctor, no supe amar sin miedo. Él arrugó el papel y lo dejó sobre la mesa.

No había más palabras que decir. Su madre, en cambio, observó alrededor con serenidad. Esta casa necesita amor, no venganza. Pasaron semanas reconstruyendo poco a poco lo que el dolor había destruido. Héctor llamó a su hija Sofía y le presentó a su abuela. La niña inocente se acercó con una flor amarilla. Abuela, papá dice que estabas dormida. Doña Josefa sonrió y respondió, “Sí, hija, pero ahora desperté.” El sonido del piano volvió a llenar la casa, esta vez con tres generaciones compartiendo el mismo espacio.