Dolores negó con la cabeza, indignada, pero sin perder la humildad. No estoy confundida, señora. Yo jamás olvidaría su rostro ni sus ojos. Ella no hablaba como una loca, hablaba como una madre esperando. Héctor miró a su esposa. Jimena, ¿por qué diría algo así? Ella se encogió de hombros fingiendo que porque está cansada, Héctor. La gente humilde vive de historias, de fantasías. No le hagas caso. Pero la voz de Dolores volvió a romper el aire. No es imaginación, señor.
Tenía el mismo collar, el mismo que aparece en ese retrato. Y cada vez que mencionaba su nombre, sus ojos se llenaban de esperanza. Héctor sintió un golpe en el pecho. Los recuerdos llegaron como relámpagos. El entierro apresurado, el ataúdrado, el médico que Jimena había traído, la prisa en terminar con todo. 6 años, susurró. Jimena se apresuró a tocarle el brazo. Amor, por favor, no empieces con eso. Tú estabas ahí. Tu madre murió. Yo estuve contigo todo el tiempo.
Pero él no respondió. Su mirada estaba fija en el retrato, el mismo brillo en los ojos, la misma paz en la sonrisa, la misma sensación de vida. “No miento, señor”, insistió Dolores. “La vi junto a la ventana, mirando el cielo, repitiendo su nombre. Decía que el día que usted tocara el piano, ella sabría que el amor todavía la esperaba.” Héctor tragó saliva. Su cuerpo temblaba entero. Jimena dio un paso atrás. El control se le escurría entre los dedos.
“Basta”, dijo Héctor con voz ronca. “Salgan las dos.” Dolores bajó la cabeza con lágrimas corriendo por sus mejillas, pero con alivio de haber hablado. Jimena permaneció inmóvil un segundo, sorprendida, y luego obedeció. El eco de sus pasos desapareció por el pasillo. Héctor se quedó solo. Se acercó al retrato con los ojos fijos en el rostro pintado de su madre. El marco dorado reflejaba la luz tenue del vitral. Pasó los dedos sobre la pintura como si pudiera tocar la piel real.
Una frase antigua guardada en su memoria volvió a su mente. El amor verdadero nunca muere, hijo. Solo espera. Héctor sintió un nudo en la garganta. El aire pesaba, el corazón se le desbocaba. Y si fuera verdad, susurró, sin saber que esa duda cambiaría su vida para siempre, años antes de aquel grito que lo cambiaría todo. La mansión Montiel era un lugar lleno de luz, risas y aroma a café recién hecho. Doña Josefa Montiel caminaba por los pasillos con su bastón de madera, pero con la mirada firme y la voz de quien aún se siente dueña del mundo que construyó.