Era viuda desde hacía más de una década, pero conservaba el mismo temple con el que levantó junto a su esposo el grupo Montiel Inversiones, el negocio que ahora dirigía su hijo. Hctor había heredado no solo el apellido, sino también la responsabilidad. Era meticuloso, educado, un hombre de palabra, pero había una grieta invisible en su carácter. Buscaba aprobación, necesitaba sentirse querido y respetado. Y Jimena López, su esposa, lo sabía perfectamente. Jimena, había llegado a la familia como un vendaval.
Hija de un empresario venido a menos, supo adaptarse con elegancia al nuevo círculo social. Aprendió rápido a moverse entre cócteles, a pronunciar las palabras exactas, a sonreír sin mostrar los colmillos. A ojos de todos, era la esposa perfecta. A ojos de doña Josefa, era una tormenta disfrazada de calma. Héctor, cariño, decía Jimena cada mañana sirviéndole el café, deberías dejar que tu madre descanse. Está cansada, siempre se le olvidan las cosas. No exageres, Jimena”, respondía él sin levantar la vista del periódico.
“Mamá tiene buena memoria, solo repite algunas historias.” Jimena sonreía con sutileza, dejando que la duda flotara en el aire como un perfume. “Claro, pero ayer me preguntó dos veces qué día era y hace poco dejó la estufa encendida. Imagínate si Sofía hubiera estado cerca.” La frase era una trampa perfecta. Sofía, su hija, apenas tenía 3 años. Era la única que lograba arrancarle sonrisas genuinas a doña Josefa. La anciana la adoraba, la llenaba de cuentos y canciones de su infancia en Puebla.
Pero Jimena siempre encontraba la forma de convertir ese amor en una amenaza. “Mamá, no es un peligro”, decía Héctor algo molesto. “No he dicho eso”, respondía ella acariciando su hombro. Solo pienso que necesita ayuda, tal vez un chequeo médico, algo de descanso, ya sabes, lugares tranquilos donde las personas mayores se sienten seguras. Doña Josefa escuchaba muchas veces esas conversaciones desde el corredor y cada palabra de Jimena le sonaba como una gota cayendo sobre piedra. Sabía que aquella mujer no soportaba su presencia, que la veía como una sombra que debía desaparecer.
Una tarde la tensión estalló. Doña Josefa estaba en el jardín cuidando las bugambilias cuando escuchó risas detrás del ventanal. Jimena conversaba con un hombre trajeado que no conocía. Cuando entró a la sala, el silencio fue inmediato. “Perdón, no sabía que había visita”, dijo con una sonrisa educada. Madre, intervino Héctor incómodo. Él es el Dr. Ernesto Villalobos, especialista en salud mental. Vino solo a conversar un poco por recomendación de Jimena. Doña Josefa lo miró con serenidad, pero dentro de ella algo se contrajo.
El doctor sonreía demasiado. Un placer conocerla, doña Josefa. Su nuera me habló maravillas de usted, dijo mientras tomaba nota en una pequeña libreta. Aquella tarde fue el inicio de la farsa. Desde entonces, Villalobos comenzó a visitar la casa con frecuencia. A veces conversaba con Héctor en el estudio, otras con Jimena en el jardín. Y en cada visita, Jimena añadía una historia nueva sobre el supuesto deterioro de la anciana, que olvidaba cerrar las puertas, que confundía nombres, que había acusado a la empleada de esconderle medicinas.