¡JEFE, SU MADRE ESTÁ VIVA LA VI EN EL MANICOMIO!— GRITÓ LA EMPLEADA AL VER EL RETRATO EN LA MANSIÓN

Tu madre necesita ayuda profesional. No es justo para ella ni para nosotros. Héctor, cansado y con la mente saturada, cedió. Está bien. Si el doctor lo cree necesario, la llevaré unos días para que la evalúe. Jimena conto. Una sonrisa. Ese unos días sería suficiente para convertir la evaluación en encierro. Cuando doña Josefa recibió la noticia, reaccionó con dignidad, aunque sus manos temblaban. Una clínica. ¿Para qué? Solo para que descanses, mamá, respondió Héctor, intentando no verla a los ojos.

has estado muy cansada últimamente. Ella suspiró con una calma que dolía. ¿Cansada o incómoda para tu esposa, Héctor frunció el ceño. No digas eso. Jimena solo quiere ayudarte. Claro dijo doña Josefa con una sonrisa triste. Todos los traidores dicen lo mismo antes de cerrar la puerta. Jimena apareció entonces vestida con un abrigo beage y una expresión impecable. Doña Josefa, la ambulancia vendrá a las 10. Solo será un chequeo, lo prometo. La anciana no respondió, solo la observó fijamente con esa mirada que atraviesa las máscaras.

Héctor, dijo antes de subir a su habitación, “Si algún día dudas de lo que estás haciendo, recuerda esto. Las mentiras no sanan, solo pudren. A las 10 en punto, la ambulancia estacionó frente a la reja. Dos enfermeros con uniformes blancos bajaron y saludaron con cortesía. Doña Josefa se despidió de Sofía con un beso en la frente. La niña, sin entender, preguntó, “Abuelita, ¿a dónde vas?” “A un lugar donde la gente aprende a escuchar mi amor”, respondió ocultando la tristeza con ternura.

El trayecto hacia la clínica San Miguel Arcángel fue silencioso. El paisaje gris de la ciudad se mezclaba con los pensamientos de la anciana. Cuando el vehículo se detuvo, un portón metálico se abrió lentamente. El lugar no se parecía a lo que le habían prometido. No había jardines ni música, solo pasillos fríos y olor a desinfectante. La recibió una monja con sonrisa rígida. Bienvenida, hija. Aquí estarás bajo nuestro cuidado. Doña Josefa asintió sin decir palabra. Sabía perfectamente que el cuidado y la prisión a veces usan el mismo uniforme.

Los días siguientes fueron una cadena de rutinas vacías. La despertaban a las 6, la obligaban a tomar medicamentos que la adormecían y apenas la dejaban caminar por el patio. Al principio intentó llamar a Héctor, pero siempre le decían que no había autorización para visitas ni llamadas. Cuando preguntó por Jimena, la respuesta fue una sonrisa seca. Su nuera se comunicó. dijo que usted necesita reposo absoluto. Una noche, mientras las demás internas dormían, escuchó pasos en el pasillo. Era Dolores, una joven con uniforme blanco y rostro amable.

Había sido contratada hacía a poco como personal de limpieza. Está bien, señora, susurró. Sí, hija. Solo que aquí el silencio pesa respondió doña Josefa, sonriendo con los ojos, dolores bajo la voz. Yo sé que usted no está loca. La anciana la miró sorprendida. ¿Cómo lo sabes? Porque los locos no lloran en silencio, ni rezan con nombre y apellido. Y esa noche nació entre ellas un lazo que ni el encierro pudo romper. Mientras tanto, en la mansión, Jimena se encargaba de borrar cada rastro.