¡JEFE, SU MADRE ESTÁ VIVA LA VI EN EL MANICOMIO!— GRITÓ LA EMPLEADA AL VER EL RETRATO EN LA MANSIÓN

El doctor Villalobos llegó acompañado de dos hombres. La paciente Montiel será trasladada, anunció. ¿A dónde? Preguntó Dolores. A una sección especial. No es asunto tuyo. Esa fue la última vez que la vio. Al día siguiente, el cuarto estaba vacío, la cama hecha y el rosario sobre la almohada. Dolores buscó respuestas, pero solo encontró silencio. Una enfermera le susurró. Dicen que murió anoche. Ella no lo creyó. Lo sabía en el alma. Doña Josefa no estaba muerta. Y aunque la despidieron poco después, juró que algún día encontraría la forma de decir la verdad.

Afuera, el mundo seguía girando. Jimena vestía de negro fingiendo luto. Héctor firmaba papeles sin mirar y en un ataúdrado, sin cuerpo dentro, se sellaba la mentira más cruel de sus vidas. Mientras tanto, en algún rincón olvidado de la clínica, una mujer seguía rezando el nombre de su hijo. Su voz, apenas un suspiro, decía entre lágrimas, “El amor no se muere, solo lo encierran donde nadie lo escucha. El amanecer que anunció la muerte de doña Josefa Montiel fue tan gris que ni los pájaros cantaron.

A las 7 de la mañana, el teléfono sonó en la mansión. Héctor, medio dormido, contestó sin imaginar que esa llamada marcaría el principio del fin. “Señor Montiel”, dijo una voz profesional sin emoción. “Habla la administración de la clínica San Miguel Arcángel. Lamentamos informarle que su madre falleció esta madrugada causa paro cardíaco. El silencio de Héctor fue tan profundo que hasta el reloj del pasillo pareció detenerse. “Mi madre”, susurró. ¿Estás segura? Sí, señor. Murió dormida. No sufrió. Jimena, que observaba desde la puerta, corrió hacia él fingiendo sorpresa.

¿Qué pasa, amor? Héctor colgó el teléfono con las manos temblorosas. Es mamá, dijo sin aire. Murió esta madrugada. Jimena cubrió su boca y por un segundo, algo parecido a una sonrisa, cruzó su rostro. “Dios mío, no”, murmuró. Pero en sus ojos había alivio, el tipo de alivio que solo sienten los que creen haber ganado. El funeral se organizó con una rapidez sospechosa. El doctor Villalobos envió los documentos, la clínica entregó un ataúd lacrado y Jimena se encargó de cada detalle.

No conviene abrir el féretro, le dijo al esposo con voz suave. La clínica recomendó no hacerlo por razones sanitarias. Héctor, devastado, asintió sin sospechar que la mayor infección ya estaba dentro de su propia casa. El ataúd llegó cubierto de flores blancas y una cinta dorada que decía, “Descansa en paz, doña Josefa Montiel.” Nadie notó que el peso no era el de un cuerpo, sino el de una mentira. Durante la ceremonia, Héctor apenas hablaba. El sonido del piano que él mismo había pedido para acompañar el velorio le rompía el alma.

Cada nota le recordaba las manos de su madre tocando esa misma melodía, la que le enseñó cuando era niño. “Cuando toques sin amor, solo harás ruido”, solía decirle ella. Jimena, vestida de negro impecable, se mantuvo todo el tiempo a su lado con lágrimas medidas perfectas para la foto. Nadie sospechaba nada. Nadie, excepto una persona. En un pequeño cuarto de la clínica, Dolores recogía sus cosas en silencio. Había sido despedida sin explicación alguna. “La señora Montiel falleció”, le dijo una enfermera.