¡JEFE, SU MADRE ESTÁ VIVA LA VI EN EL MANICOMIO!— GRITÓ LA EMPLEADA AL VER EL RETRATO EN LA MANSIÓN

“No hay más que hacer aquí.” Pero Dolores sabía que algo no encajaba. Había escuchado rumores, comentarios al pasar y esa sensación en el pecho que no la dejaba respirar. Antes de salir, entró al cuarto vacío de doña Josefa. El rosario seguía sobre la almohada, intacto, y eso le bastó para entenderlo. Una mujer que reza todas las noches no muere sin despedirse de su fe. Se llevó el rosario escondido entre sus manos y salió con el corazón hecho pedazos.

No sabía cómo ni cuándo, pero cumpliría su promesa. En la mansión, el duelo duró menos de lo que tarda en marchitarse una flor. A la semana siguiente, Jimena mandó cerrar el cuarto de su suegra, guardó los retratos en cajas, mandó donar la ropa y ordenó reemplazar el piano por una escultura moderna. “Es hora de mirar hacia adelante”, dijo sirviendo una copa de vino. Héctor la miró sin palabras. Su vida se había convertido en una rutina silenciosa. El amor por su madre se mezclaba con la culpa de no haberla visitado, de no haber preguntado más, de haber creído sin ver.

Cada noche se sentaba en el estudio observando la foto de ella sonriendo junto al piano y en su cabeza solo resonaba una frase: “Las mentiras no sanan, solo pudren.” Mientras tanto, en una habitación olvidada de la clínica San Miguel Arcángel, una enfermera dejaba una bandeja de comida sin mirar. El plato se enfriaba frente a una mujer delgada, con mirada serena y manos temblorosas. Era doña Josefa, viva, respirando despacio, pero consciente de todo. Sabía que el mundo creía que estaba muerta, sabía que su nombre había sido borrado.

Y aún así, cada noche rezaba por su hijo. Que el amor lo despierte, Señor. Que la verdad encuentre la puerta. Los pasillos del lugar eran testigos mudos de su resistencia. Su cuerpo envejecía, pero su mente seguía clara. Esperaba, solo esperaba. Años después, el piano volvió a sonar en la mansión, esta vez bajo las manos pequeñas de Sofía, la nieta que nunca conoció. Cada nota era un eco de un amor enterrado vivo. Era una tarde lluviosa cuando la pequeña Sofía Montiel, de apenas 9 años, decidió explorar el desván de la mansión.

Buscaba una muñeca antigua, pero encontró algo que no debía estar allí. un retrato cubierto de polvo con el rostro de una mujer que sonreía suavemente. ¿Y esta señora quién es?, preguntó bajando el cuadro con dificultad. Jimena, que estaba en la sala, giró al escuchar el ruido del marco al caer. Por un instante, el color se le fue del rostro. Corrió hasta el desván y arrebató el retrato de las manos de la niña. “No toques eso”, gritó con una rabia que asustó a Sofía.

La niña retrocedió confundida. “Pero se parece a papá”, dijo con inocencia. Jimena respiró hondo, forzando una sonrisa. Era una pariente lejana. “Ya no importa.” “Sí, anda, baja a cenar. ” Guardó el retrato en una caja y lo escondió en un armario del estudio, como si pudiera enterrar el pasado una vez más, pero las mentiras tienen la costumbre de encontrar el aire por alguna grieta. Esa misma semana, Héctor contrató una nueva empleada para ayudar en la casa. Era una mujer de mediana edad, de mirada serena y manos firmes.

Su nombre era Dolores Ramírez. Llegó recomendada por un antiguo amigo de la familia y aunque parecía una trabajadora más, en su interior cargaba una historia que ardía. Apenas cruzó el portón de la mansión, sintió un escalofrío. Todo le resultaba familiar. El olor del jardín, los cuadros, el eco de los pasos sobre el mármo. Era el mismo lugar al que su antigua paciente, doña Josefa, soñaba con volver. Durante las primeras semanas, Dolores mantuvo silencio. Limpiaba, cocinaba, observaba. Pero una tarde, mientras ordenaba el estudio, vio una caja cubierta de polvo.

El nombre Montiel estaba grabado en la esquina. La abrió con cuidado y allí estaba el retrato, el mismo rostro que había visto cada día en la clínica San Miguel Arcángel. El rostro de la mujer que limpiaba con ternura la que le pedía que buscara a su hijo. El corazón de dolores comenzó a latir con fuerza. se quedó inmóvil sosteniendo el cuadro con las manos temblorosas. Las lágrimas se le escaparon sin permiso. “Dios mío”, susurró. “Es ella.” En ese momento, Héctor entró en la habitación.