La camarera que conmovió a un billonario: el reencuentro que destapó una traición familiar.

A Edward se le cortó la respiración. La misma manta. La misma marca. Con voz casi susurrada, dijo: —Eres mi hija. Lily retrocedió, alarmada. —Esto no es una broma. —Hablo en serio —respondió Edward, con la voz quebrada—. Hace quince años, mi hija desapareció. Me dijeron que había muerto. Pero tú… —Tragó saliva—. Te pareces a tu madre… mi primera esposa.

Temblando, Lily murmuró: —No entiendo. Margaret apareció, con el rostro tenso. —Edward, basta. No confundas a esta joven. Edward se volvió hacia ella, gélido. —Margaret… ¿lo sabías? ¿Me has mentido todo este tiempo? Por una fracción de segundo, la calma de Margaret vaciló. —Te estás imaginando cosas. —No. Has ocultado la verdad. Si ella es mi hija, entonces tú… —La revelación se hizo presente—. Mentiste sobre su muerte. La hiciste desaparecer. Los labios de Margaret se apretaron en una fina línea.

El pecho de Edward se oprimió mientras miraba alternativamente a Lily, asustada, y a Margaret, impasible. —Dime la verdad. ¿Alejaste a mi hija? La voz de Margaret fue glacial. —Estabas demasiado ocupado con tu imperio como para criar a una niña. Hice lo que era necesario, por los dos. Lily jadeó. —¿Está diciendo que usted me abandonó? Margaret la miró con frialdad. —Tú no puedes entenderlo. El mundo de Edward giraba en torno a sus negocios. No se ocupaba ni de llantos nocturnos ni de biberones. Apenas se dio cuenta cuando… —¡Basta! —rugió Edward—. Confié en ti. Guardé luto por una niña que dijiste que estaba muerta. ¿Te das cuenta de lo que eso me hizo? La fachada de Margaret se resquebrajó. —La habrías elegido a ella antes que a mí. No podía permitirlo.

Lily retrocedió, temblando. —Ya no sé qué es verdad. Tengo que irme. Edward la agarró suavemente del brazo. —Por favor, no te vayas. Te prometo que digo la verdad. Soy tu padre. Ella clavó sus ojos en los de él. —¿Por qué debería creerte? Edward sacó de su chaqueta una foto gastada: un recién nacido envuelto en la misma manta rosa, bordada con una “E”. —Fue tomada el día que naciste. ¿Aún tienes la manta? Ella asintió. —Sí. La he guardado todos estos años. Margaret palideció.

—Lily —dijo Edward con voz suave—, te perdí una vez porque confié en la persona equivocada. No volveré a perderte. Las lágrimas llenaron los ojos de Lily. —Y… necesito tiempo. Edward asintió. —Tómate todo el tiempo que necesites. Pero déjame protegerte, por favor. Si Margaret hizo esto… quién sabe qué más ha hecho. Margaret siseó: —¿Cómo te atreves a acusarme delante de ella? ¡La estás poniendo en mi contra! La mirada de Edward se endureció. —Te las has arreglado tú sola para eso.

Esa noche, Edward contrató a un detective privado. En dos días, surgieron pruebas abrumadoras: documentos, papeles de adopción y transferencias que se remontaban a Margaret. Ella había organizado la colocación de Lily en un hogar de acogida bajo una identidad falsa, fabricando la historia del abandono.

Confrontada, Margaret se derrumbó. —¡Sí! ¡Fui yo! Estabas obsesionado con esa niña. Todos tus planes, cada palabra, era ella. Yo era tu esposa. ¡Me negaba a ser la segunda! Edward apretó los puños, pero se contuvo. —No solo me traicionaste a mí. Destrozaste la vida de una inocente. Lily permaneció sentada, en silencio, con lágrimas en las mejillas. —Toda mi vida creí que nadie me quería. ¿Y mi padre estaba vivo todo este tiempo? La voz de Edward tembló. —Te quise cada día. Pensé que te había fallado. Pero ahora lo sé: no fui yo quien se fue. Fue ella.