Margaret llevó a Sofía a su pequeña panadería en la esquina de la calle. La casa era modesta pero cálida, llena del reconfortante aroma a repostería; un contraste absoluto con el frío del exterior.
—Siéntate aquí, te traeré té caliente —dijo Margaret, acomodándola en una silla. La miró con compasión: la niña estaba empapada y tiritaba.
Por primera vez en días, Sofía sintió un atisbo de calor gracias a la bondad de una desconocida. Sin embargo, en lo profundo, el dolor seguía como una herida abierta.
A la mañana siguiente, Sofía despertó en una silla de madera en la panadería. La cabeza aún le latía por la fiebre de la noche anterior. El aroma del pan recién horneado le hizo rugir el estómago: llevaba dos días sin comer.
—Ya despertaste. Toma, leche tibia —dijo Margaret con suavidad, dejando un vaso y una pieza de pan sobre la mesa. La miraba con preocupación: la muchacha estaba pálida y frágil.
—Gracias —susurró Sofía, con voz débil. En sus ojos seguía la fatiga; no estaba acostumbrada a la amabilidad, y menos de una extraña.
—No te preocupes. No necesito saber qué pasó, pero está claro que necesitas ayuda —dijo Margaret, firme y serena—. Come y descansa. Hablaremos después.
Sofía tomó el pan con manos temblorosas por el hambre y el agotamiento, pero al acercarlo a los labios, un nudo le cerró la garganta. Las palabras crueles de sus padres resonaron en su mente. Dejó el pan; las lágrimas corrieron en silencio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Margaret, sentándose a su lado.
—No… no merezco comer. Soy la vergüenza de mi familia —sollozó Sofía.
Margaret guardó silencio unos segundos y luego tomó con suavidad las manos huesudas de la niña.
—Escúchame, niña. Nadie merece ser tratada así. No sé lo que has vivido, pero sé que eres buena y mereces vivir.
Con ayuda de Margaret, Sofía comenzó a colaborar en la pequeña panadería. Aunque el trabajo no era pesado, las miradas juzgadoras de algunos clientes la ponían nerviosa.
—¿Quién es esa chica? —susurró una mujer a Margaret, con expresión suspicaz—. No me gusta. No dejes que te arruine la reputación.
—Lo que hago no es asunto tuyo. Si no te gusta, ve a otra panadería —cortó Margaret.
Pero no todos eran bondadosos. Una tarde, mientras Sofía limpiaba mesas, entró un hombre con un abrigo grueso. Era Esteban, dueño de la tienda de comestibles cercana, famoso por tacaño y entrometido.
—Margaret, necesito hablar —dijo, lanzando una mirada de desaprobación a Sofía.
—¿Qué pasa, Esteban?