"¡Me casaré contigo si te queda bien este vestido!", se burló el millonario unos meses después, y luego se quedó en silencio...

El gran vestíbulo del hotel resplandecía como un palacio de cristal. Majestuosas lámparas de araña se mecían, reflejando las paredes doradas y los elegantes vestidos de los huéspedes. En medio de tanta opulencia, Clara, una modesta señora de la limpieza, aferraba nerviosamente su escoba. Llevaba cinco años trabajando allí, soportando las risas y los comentarios de quienes jamás la miraban a los ojos.

Pero esa noche fue diferente. El dueño del hotel, Alejandro Domínguez, el joven millonario más cotizado de la ciudad, decidió organizar una fiesta para lanzar su nueva colección de moda de lujo. Clara estaba allí solo porque le habían encomendado la tarea de limpiar antes de que llegaran los invitados.

Pero el destino tenía otros planes. Cuando Alejandro entró con su traje azul y una sonrisa arrogante, todos se volvieron hacia él. Los saludó con elegancia y levantó una copa de champán. Entonces se dio cuenta de que había derramado accidentalmente un cubo de agua delante de todos. Las risas resonaron en la sala.

—Dios mío, esa pobrecita arruinó la alfombra italiana —dijo la mujer vestida de lentejuelas doradas. Divertido, Alejandro se acercó lentamente y, con voz burlona, ​​exclamó: —¿Sabes qué, chica? Te propongo un trato. Si te cabe este vestido —señaló el vestido de fiesta rojo del maniquí central—, me caso contigo.

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Todos rieron. El vestido era ajustado, diseñado para una modelo esbelta, símbolo de belleza y estatus. Clara se quedó quieta, con las mejillas ardiendo de vergüenza. "¿Por qué me humillas así?", susurró, con lágrimas en los ojos. Alejandro simplemente sonrió. "Porque en esta vida, querida, debes saber cuál es tu lugar".

La sala quedó en silencio. La música seguía sonando, pero algo más fuerte que la tristeza, una promesa silenciosa, nació en el corazón de Clara. Esa misma noche, mientras todos bailaban, recogió los últimos restos de su orgullo y se contempló en la vitrina. «No necesito tu compasión. Algún día me mirarás con respeto o con asombro», se dijo, secándose las lágrimas.

Los meses siguientes fueron difíciles. Clara decidió cambiar su destino. Empezó a trabajar doble turno y ahorró hasta el último centavo para inscribirse en el gimnasio, clases de nutrición y costura. Nadie sabía que pasaba las noches cosiendo porque quería hacer un vestido rojo como ese, no para él, sino para demostrarse a sí misma que podía ser todo lo que decían que no era.

Pasó el invierno, y con él la vieja Clara. La mujer cansada y triste desapareció. Su cuerpo empezó a cambiar, pero aún más, su alma se fortaleció. Cada gota de sudor era una victoria. Siempre que la fatiga la vencía, recordaba sus palabras: «Me casaré contigo si te queda esa ropa».

Un día, Clara se miró al espejo y vio una versión de sí misma que ni siquiera reconocía. No solo estaba más delgada, sino también más fuerte, más segura, con una mirada que irradiaba determinación. «Estoy lista», susurró, y con las manos terminó el vestido rojo que había cosido con tanto esfuerzo. Lo colgó frente a ella y, al ponérselo, una lágrima de emoción le rodó por la cara.

Eran perfectos. Le sentaban como si el destino los hubiera hecho para ella. Así que decidió volver al mismo hotel, pero no como camarera. Llegó la noche del gran baile de aniversario. Alejandro, más arrogante que nunca, recibió a sus invitados con una sonrisa segura. Tenía éxito en los negocios, pero su vida era una serie de fiestas vacías.