Cuando Lucía y yo, Javier, supimos que íbamos a ser padres, todo cambió en casa. Como siempre, ella, tan organizada, había logrado ahorrar $7,000 a lo largo de los meses para su baja por maternidad: citas prenatales, pañales, gastos inesperados y un pequeño colchón financiero para las primeras semanas del bebé. Siempre admiré su disciplina, aunque nunca lo dijera en voz alta.
El problema empezó cuando mi hermana Carolina me llamó una noche llorando. Su pareja la había dejado con ocho meses de embarazo, estaba desempleada y atrasada en el pago del alquiler. Como su hermano mayor, me sentí obligado a ayudarla y, sin pensarlo mucho, le prometí que vería cómo podía conseguirle dinero. Fue una promesa impulsiva, más fruto de la culpa que de la reflexión.
Al día siguiente, mientras Lucía preparaba la cena, me armé de valor para preguntarle:
—Cariño… ¿podrías prestarle a Carolina los $7,000?
Lucía dejó de picar las verduras. Su rostro se endureció.