Cuando mi hija tuvo un hijo, me llené de alegría. Parecía que la felicidad había llegado a nuestra casa. Sin embargo, con la llegada del pequeño llegaron las preocupaciones: mi hija volvió enseguida al trabajo —su puesto es de responsabilidad y no tenía derecho a una baja por maternidad prolongada—.
Por supuesto, no podía dejar a mi nieto solo. Con mucho gusto lo cuidé: todos los días, desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, estaba en su casa dándole de comer, bañándolo, paseándolo. Todo esto, como lo hace una abuela que ama a su familia.
Pero un día sucedió algo que cambió mi actitud hacia todo.
Tras un largo paseo, fui a la cocina a buscar algo de comer; cogí un trozo de queso y una manzana de la nevera. Ni siquiera tuve tiempo de cerrar la puerta cuando oí a mi hija:
—Por favor, no cojan nada de la nevera. Compramos la comida con nuestro propio dinero.
No podía creer lo que oía.
—He estado contigo todo el día, cuidando a tu hijo… ¿y ahora qué tengo?
La respuesta fue fría y directa: