Abrió la puerta despacio y encontró una escena que le partió el corazón. En medio de una habitación enorme, digna de un hotel de lujo, había una cama king size rodeada de aparatos médicos que parecían más un box de hospital que un dormitorio infantil.
Y en el centro de esa cama, casi perdido entre una montaña de almohadas, estaba un niño. Era pequeño y dolorosamente delgado para tener 4 años. Bruno tenía el pelo castaño revuelto, unos enormes ojos verdes y una palidez enfermiza que contrastaba con las sábanas de algodón egipcio. El aire de la habitación olía a una mezcla de antiséptico y encierro.
—Hola, Bruno. Soy Elara.
El niño la miró con una desconfianza que la sorprendió. No era la timidez habitual de un niño, era una resignación adulta.
—¿Tú también te vas a ir?
La pregunta, tan simple y directa, estaba tan cargada de tristeza que Elara tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas.
—¿Por qué me iría?
—Todas las tías se van. Papá dice que es porque estoy muy enfermo.
Elara se acercó despacio, como quien se acerca a un animal asustado, y se sentó en el borde de la cama, manteniendo cierta distancia.
—Bueno, yo soy bastante terca. No me voy así de fácil. Y además, quiero saber qué enfermedad tienes.
Bruno, sin moverse de su nido de almohadas, señaló una mesita auxiliar de acero inoxidable.
—Muchas enfermedades. Tomo medicinas todo el día.
Elara se levantó y fue hacia la mesa. Se quedó helada. Era como una farmacia entera. Contó al menos 20 frascos diferentes: antibióticos de amplio espectro, antiinflamatorios potentes, vitaminas en dosis altísimas, suplementos de todo tipo, jarabes para la tos, gotas para la congestión, parches…
—¿Desde hace cuánto estás enfermo? —preguntó tomando uno de los frascos.
Bruno intentó contar con los dedos, pero se rindió.
—Desde siempre. Mamá se murió cuando yo nací. Papá dice que fue porque yo me enfermé en su barriga.
Otra vez, pensó Elara, un niño cargando culpas que no le pertenecen.
—No es tu culpa que tu mamá se haya ido al cielo —dijo Elara con una dulzura que contrastaba con la frialdad de la habitación—. A veces los adultos están demasiado tristes como para explicar bien las cosas.
—¿Conoces a mi papá?
—Todavía no. Pero tengo muchas ganas de conocerlo.
Bruno volvió a encogerse entre las almohadas. Elara se fijó en ellas. Había al menos ocho o nueve, enormes, todas de un blanco impecable.
—¿Por qué tantas almohadas? —preguntó con curiosidad profesional.
—El doctor Ramiro dice que las necesito, que tengo que estar siempre tumbado. Las almohadas me ayudan a respirar.
Elara frunció el ceño. Un niño de 4 años no debería estar siempre acostado, salvo que estuviera en estado crítico y, aunque pálido, la respiración en reposo de Bruno parecía normal.
—¿Te duele al respirar?
—A veces, sobre todo de noche. Y estoy cansado. Y para caminar… no puedo caminar mucho, me canso.
Elara lo observaba con ojo clínico. El niño estaba claramente debilitado, pero algo no encajaba. Tenía experiencia en UCI pediátrica del hospital regional. Había visto fibrosis quística, cardiopatías congénitas graves, leucemias. Bruno no presentaba los signos clínicos claros de ninguna patología específica que pudiera identificar al instante.
—Bruno, ¿cuándo fue la última vez que jugaste en el jardín?
Los ojos del niño se iluminaron un instante, antes de apagarse de nuevo.
—Jardín… yo no puedo ir al jardín. Es peligroso. Peligroso. El doctor Ramiro dice que me puedo poner más enfermo.
Elara estaba cada vez más intrigada. Aislar así a un niño no era un protocolo médico estándar, ni siquiera en casos de inmunodeficiencia severa. Siempre se buscaba un equilibrio.
—¿Y si leemos un cuento? Tengo un libro en mi maleta sobre un dragón que no quería escupir fuego.
Los ojos de Bruno se abrieron de sorpresa.
—¿Poder? ¿No me hace daño?
—Claro que no, Bruno. Leer cuentos cura el aburrimiento, que es una enfermedad terrible.
Cuando empezó a leer, notó algo extraño: el niño parecía fascinado por su voz, como si no estuviera acostumbrado ni siquiera a una interacción humana sencilla.
Media hora más tarde, Julián Alcoser llegó a casa. Era un hombre alto, de cabello oscuro perfectamente peinado, de unos 38 años, vestido con un traje de tres piezas que costaba más que el coche de Elara, pero en su rostro se dibujaba una expresión de agotamiento y tristeza que ni el dinero ni el poder podían disimular.
Julián dedicaba 18 horas al día a Alcoser Holdings para no pensar en la supuesta enfermedad de su hijo y en la culpa paralizante de no poder curarlo; de haber perdido a su esposa en el parto y ahora sentir que perdía también a su hijo.
—¿Cómo ha ido el primer día? —preguntó a Anso mientras se aflojaba la corbata.
—La nueva cuidadora parece competente, señor. Sigue todos los protocolos. Ahora mismo está en la habitación.
Julián subió las escaleras, no de dos en dos, sino con una fatiga que reflejaba su mente.
Encontró a Elara terminando el cuento del dragón. Bruno estaba más animado de lo que lo había visto en meses.