—Papá.
Bruno lo saludó con la mano, pero no intentó salir de la cama. Julián se acercó, aunque se detuvo a dos metros del lecho, manteniendo una distancia casi reverente, como si temiera contagiar a su hijo o tocar su dolor.
—Hola, campeón. ¿Cómo ha ido tu día?
—La tía Elara me leyó el cuento del dragón que se hizo amigo del príncipe y no escupía fuego.
—Muy bien.
Julián miró a Elara. Sus ojos grises eran indescifrables.
—Gracias por cuidarlo.
—Es un placer, señor Alcoser. Bruno es un niño muy especial.
—Especial y muy frágil —remarcó Julián, casi como una advertencia—. Espero que haya entendido bien todas sus limitaciones.
—Las he entendido, sí —respondió Elara, aunque no pudo evitar notar esa extraña forma de relacionarse: Julián parecía aterrorizado de acercarse demasiado, como si mostrar afecto pudiera lastimar a Bruno.
—Papá, ¿vas a cenar conmigo hoy? —preguntó Bruno.
El rostro de Julián se ensombreció.
—No puedo, campeón. Tengo una reunión importante con el equipo de Tokio.
La sonrisa de Bruno se desvaneció.
—Siempre tienes una reunión.
—Es trabajo, hijo. Para pagar tus medicinas. Todas tus medicinas.
Julián abandonó la habitación apresuradamente, casi huyendo, dejando a Bruno triste y a Elara profundamente confundida.
Aquella noche, mientras preparaba la dosis de las 21:00 de Bruno, Elara decidió revisar una por una las prescripciones. Como enfermera sabía identificar para qué servía cada compuesto.
—Qué extraño… —murmuró, alineando los frascos sobre el mármol del baño privado de Bruno.
Había medicamentos para condiciones totalmente contradictorias: un betabloqueante usado para problemas cardíacos o hipertensión, un broncodilatador potente para asma severa, un inmunosupresor —en general para enfermedades autoinmunes— y, al lado, un cóctel de vitaminas para “reforzar” el sistema inmune. Era como si Bruno tuviera cinco enfermedades graves y opuestas al mismo tiempo.
—Bruno —preguntó en voz baja al niño, que estaba adormilado—, ¿te duele el pecho?
—A veces… y la barriga también.
—¿Y te cuesta respirar cuando corres?
—No puedo correr.
Elara se quedó pensativa. Los síntomas que Bruno describía eran vagos y, curiosamente, coincidían con los efectos secundarios de varios de los medicamentos que tomaba.
Durante la primera semana, Elara estableció una rutina estricta con Bruno. Le leía cuentos, jugaban a juegos de mesa en la cama, le enseñaba a dibujar dinosaurios. El niño se iluminaba con esa atención, pero siempre dentro del perímetro del lecho y de la habitación.
Un día, Bruno le hizo una pregunta que la descolocó.
—Tía Elara, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro, cariño.
—¿Por qué tú no llevas mascarilla como las otras tías?
Elara frunció el ceño.
—¿Qué mascarillas?
—Las otras cuidadoras siempre llevaban mascarilla para no contagiarse de mi enfermedad.
—Bruno, tu enfermedad no es contagiosa. No lo es, cariño. Puedes hablar, jugar y recibir abrazos sin ningún problema.
Los ojitos de Bruno se llenaron de lágrimas.